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Una cancha de básquet, un club de barrio en Bahía Blanca. Tres pibes que entrenan. Planean el finde: escabiar, ir a una plaza, salir con una piba que les gusta a los tres. Una piba que labura en el club, Rocío, que parece medio ortiba pero en realidad no lo es. Solo es reservada y está trabajando, a diferencia de ellos, y además gusta de uno. Una heladera, un auto, un celu con música. Un descampado. La matan. 

En una época nos machiruleaban tanto que hasta nos explicaban cómo teníamos que vivir el feminismo: que el uso de determinadas palabras por parte nuestra eran signos de reapropiación de la violencia. Que resignificábamos su sentido poniéndolas en nuestras bocas. La violencia, la nuestra, solo era aceptaba si ya venía masticada. O si venía cómodamente producida en un marco discursivo irónico, medido, verosímil. Podíamos decir “feminazi” pero no podíamos decir “machirulo”. Podíamos decir yegua, trola, puta, pero no podíamos hablar de “macho”. Nos criticaban, todavía lo hacen, cuando soltábamos consignas contundentes, de las que nos hacíamos cargo dándoles contenido en cada discusión -de pareja, de amigos, de trabajo, de escuela-. Muerte al macho. Tuvimos que cuidar sus egos. Protegerlos como si fueran pajaritos en crecimiento en el calor de un nido. Tuvimos que explicarnos, justificarnos, palabra por palabra para sostener que nuestro movimiento era pensado, no improvisado, no llevado a adelante por pasiones o por excepciones. Sino por cosas en las que creímos, por experiencias tangibles que modificaron nuestras formas de existencia. Que aún las condicionan. Que éramos eso porque luchábamos con un enojo latente, grande, pesado. Que lo conteníamos en cada relación interpersonal que teníamos. Un enojo que, todavía, se escapa pero que supimos y sabemos manejar porque así nos criaron. Un enojo que tiene que ver con no poder desear sin consecuencias, vivir sin consecuencias, transitar la adrenalina sin consecuencias.

Un tiro cada uno habla de esto que resulta, aún hoy, fundamental y urgente: desear, vivir, experimentar siendo mujer trae consecuencias. A su vez, plantea el problema desde otro lugar: el punto de vista es el de tres varones que llevan adelante un femicidio. ¿Se acuerdan de febrero del año pasado, cuando cinco tipos violaron a una chica en un auto estacionado en Palermo? Es como si la hubiesen castigado por salir, por bailar, por divertirse. Por vivir. Lo que hacen ellos todos los días, cuando quieren, como quieren. Es como si le hubieran dicho: tu deseo debe ser sometido. Nos pertenece, como tu cuerpo. Lo cierto es que no sabemos qué dijeron esos tres mientras estaban ahí, pertrechando su cuerpo, quebrando su voluntad. A veces nos imaginamos un discurso excesivamente violento o con rasgos psicópatas, de extrema agresividad, control. Pero la maldad es banal. Incluso puede ser vivida como otra cosa hasta que es efectivamente nombrada maldad. Y eso el punto, el gran hallazgo de esta obra: configura una serie de escenas de la vida cotidiana de tres pibes que juegan al básquet. La ideología, la identidad, es eso que sale mientras están hablando de cualquier otra cosa. Son ellos mismos sus propios carceleros. La masculinidad rígida brota. ¿Cómo es posible que sean así?, podemos preguntarnos las espectadoras. Y la respuesta es esquiva: son así porque hay muchos que son así y ni siquiera lo imaginamos.

El otro gran acierto de la obra son sus actrices: Fiamma Carranza Macchi, Carolina Kopelioff y Camila Peralta laburaron esos personajes de manera tal que la angustia que se nos genera en el pecho es genuina. Ellas usan la violencia cotidiana del macho para mostrarnos una historia de vida y de injusticia. Ellas resignifican esa violencia cuando la ponen en acción en escena siendo hombres, dando cuenta de que ese nivel de mierda es posible y no solo: está a la vuelta de la esquina. Esos pibes así como se ocupan de chamuyarse a una Rocío espectral (que aparece, muy poéticamente, en una voz de diario íntimo) hasta convencerla, a través del mecanismo de su propio deseo normal, de que vaya con ellos; la ultrajan, la matan. Es como si ni se dieran cuenta o, peor aún, como si por ser mina se lo mereciera. Y Rocío no hacía más que existir, vivir una vida, salir, conocer a alguien, chapar, escabiar, bailar, divertirse.

¿Cómo hacen estas actrices para sostener, función tras función, el peso de esas masculinidades que replican muchas otras reales y concretas? El costado sensible de esta obra nos devuelve una idea: las mujeres somos sujetos de este mundo y como tales, merecemos un espacio en algunas páginas donde se diga nuestro nombre, nuestros intereses y deseos. Las actrices, con su increíble trabajo, promueven eso.

Ficha técnico artística

Dirección: Consuelo Iturraspe, Laura Sbdar

Dramaturgia: Mariana De La Mata, Consuelo Iturraspe, Laura Sbdar

Puesta en escena: Mariana De La Mata, Consuelo Iturraspe, Laura Sbdar

Actuación: Fiamma Carranza Macchi, Carolina Kopelioff, Camila Peralta

Vestuario: Leonel Elizondo

Iluminación: Fernando Chacoma

Fotografía: Consuelo Iturraspe, Valentina Kalinger

Diseño gráfico: Agustín Obregón

Entrenamiento: Solen Jordan

Asistencia de dirección: Elisa Carli

Producción: Valeria Casielles, Consuelo Iturraspe, Laura Sbdar

Colaboración artística: Flor Piterman

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