Martín Flores Cárdenas recrea, en soledad, una obra que estrenó hace varios años en un festival de teatro en Brasil junto con otros actores. La creó desde cero cuando el director del festival lo llamó y le preguntó si tenía algo listo, horas después de que se hubiera muerto su abuelo. Cárdenas dijo que sí, que estaba ensayando una obra sobre la muerte. La mentira se convirtió, meses más tarde, en realidad. En la obra, los actores encarnaban distintas actitudes y preguntas en relación a la muerte, tanto propia como ajena. Era una una pieza sobre el duelo, la familia, el dolor y los sentimientos complicados que emergen después de una pérdida cercana. 

No hay banda es una reconstrucción —o mejor dicho, una deconstrucción— de esa obra, en donde Cárdenas lee el guión original y cuenta qué pasaba, qué hacían los actores en escena y qué recursos se utilizaban. Es el esqueleto de una obra que nunca vamos a ver, un delineado tembloroso pero profundamente sutil y conmovedor que encierra sentimientos y hechos que tienden a evadir las palabras, pero que quizás sí se pueden actuar.

No hay escenario ni un gran despliegue, prácticamente no hay escenografía y, por supuesto, tampoco hay banda. Los recursos escénicos están exprimidos al máximo: una proyección audiovisual, audios de WhatsApp, luces de colores y una canción en un teclado. No hay banda es una obra minimalista, chiquita e íntima, a medio camino entre el biodrama y el teatro documental, donde el material artístico es la propia vida. Es una reflexión sobre los límites de la representación de la muerte y, a su vez, sobre la capacidad del teatro para transformar las tragedias personales en arte.