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En esta obra hay instrucciones para ponerse los anteojos, un torrente de sinónimos, “te amos” rapeados, gritados y llorados hasta el hartazgo, una aparición furtiva del Che Guevara, escenas que se repiten, objetos y rostros en primer plano, actores que hablan un alemán rioplatense, conspiraciones revolucionarias, caos lingüístico y caos no lingüístico. Eso sí, vengan preparados porque la obra dura casi tres horas y, como se imaginarán, es bastante intensa.  

Matías Feldman lo hizo de nuevo. Y esta vez en el Cervantes. La traducción es la octava parte del Proyecto Pruebas, que empezó con El espectador, estrenada en el 2013 en el Teatro Bravard, espacio que Feldman codirige junto a Santiago Gobernori. La súper aclamada prueba VII fue El hipervínculo, presentada en el Teatro San Martín en 2018. La idea del Proyecto Pruebas es explorar un determinado tópico vinculado con el teatro, como las convenciones, el ritmo y el tiempo, a partir de procedimientos que exprimen, cuestionan e hiperbolizan el tema en cuestión. Cada pieza surge de un laboratorio de experimentación, además de un workshop abierto al público impartido por Feldman. La obra resultante es un tanteo y un juego que reflexiona, desde la acción, sobre la capacidad y las limitaciones de las artes dramáticas. Esta vez, Feldman puso en escena un experimento teatral que lleva al límite el campo de la traducción, la interpretación y el lenguaje.

La obra empieza con una exhibición de objetos dispuestos en estantes, como zapatos, teléfonos y sombreros. Algunos actores agarran los objetos mientras otros los filman. En una pantalla dividida arriba del escenario se proyectan varias filmaciones al mismo tiempo. Ya desde el inicio, surge la pregunta: ¿lo que estamos viendo en la pantalla también es una traducción? Y después: ¿hay algo que no sea traducción? 

La subtrama (o la excusa temática) de La traducción es la historia de un grupo de personajes muy burgueses que viven en Alemania en los años sesenta y que deciden, no se sabe bien por qué, empezar una revolución comunista. Influenciados por los movimientos latinoamericanos de los años cincuenta y la lucha liderada por el Che —que aparece en video tomando mate—, estos personajes idean un plan para secuestrar a un diputado nacional, una especie de Donald Trump alemán interpretado por Luciano Suardi. El plan sale demasiado bien: el secuestrado tiene algo así como una revelación mística y quiere sumarse a la causa.

El elenco está compuesto por Valeria Correa, Maitina de Marco, Juan Isola, Vanesa Maja, Juliana Muras, Laura Paredes, Paula Pichersky, además de Suardi. Todos usan vestidos o trajes entallados al cuerpo en distintas gamas pasteles. Las charlas conspiradoras tienen lugar en un living muy coqueto de colores cálidos y empapelado con formas geométricas al estilo Mad Men, con muchos sillones y mesitas para tomar el té. La puesta, a cargo de Rodrigo González Garillo, se convierte en exterior, calle, oficina, sala de conspiraciones y hasta escenario de teatro japonés —reminiscente del teatro Noh— a partir de la variación de los paneles de fondo y algunos muebles. También hay recursos transmediáticos y cinematográficos: proyecciones y filmaciones en vivo, videos con el primer plano de actores y objetos, un sonido eléctrico constante, como una interferencia.

El dispositivo teatral de Feldman funciona en dos niveles en paralelo: el de la historia y, por debajo, el nivel metadiscursivo, relacionado con el lenguaje y la traducción. A lo largo de la obra, los personajes burgueses hablan castellano con acento alemán y alemán con acento porteño; por momentos se olvidan de que eran alemanes y vuelven al castellano. En algunas escenas, una intérprete ubicada en una cabina al costado del escenario traduce nombres propios y nombres de ciudades, recurso que, además de ser cómico, funciona como un recordatorio de la extranjería de los protagonistas. En otra escena, tres personajes que están en una especie de relación poliamorosa dicen “te amo” en diferentes idiomas, pasando por el francés, el español y el alemán; lo dicen cantando, rapeando, gritando y llorando, con alegría y con tristeza, lento y rapidísimo. Al punto que el significado se vacía y solo queda el significante. Al punto que las palabras flotan inertes y devienen absurdas.  

Lo interesante es que Feldman trabaja con la traducción y la interpretación en tanto procedimientos: importan más los procesos que los resultados. Así, desplaza a la traducción del circuito productivo, donde funciona como un mero servicio que se puede comprar y donde lo que importa, en definitiva, es el resultado final (el texto traducido), no lo difícil que fue llegar a él. Si bien en la obra se pone en evidencia que traducir es prácticamente imposible, teniendo en cuenta que cada idioma es una forma única y singular de percibir y, sobre todo, de estar en el mundo, Feldman no se paraliza ante esa imposibilidad, más bien todo lo contrario. Se hace teatro con el residuo (el resabio, el resto, el excedente) que queda en el proceso de traducir e interpretar. Se trabaja con esa incongruencia, con ese absurdo que queda flotando en el aire, con palabras que suenan extrañas, con sílabas mal partidas, con los sinónimos que se alejan cada vez más del término original. Se hace teatro con esa entonación del alemán que por momentos se parece al castellano, con el significante vacío de la frase “te amo” después de ser repetida mil veces. Se hace teatro cuando se “silencia” a los actores y estos apenas mueven los labios, mientras otros intérpretes les dan voz a sus personajes, en un doblaje en vivo. 

En esta pieza, lo único que se traduce no es la lengua. Casi todo puede ser traducido e interpretado: gestos, imágenes, modismos, expresiones faciales y objetos. En una escena desopilante, los intérpretes ponen “cara de emoji”: sus rostros se proyectan en la pantalla (¿doble traducción?) mientras alguien más describe el emoji. En otra parte, se explica la etimología de palabras como “ponerse”, “tocar” y “anteojos”, haciendo que el gesto de ponerse los anteojos se complejice a niveles estratosféricos, dándole una profundidad impensada.

La traducción es una obra especialmente recomendada para seres obsesionados con la lengua y el teatro. Es una propuesta que está todo el tiempo subrayando su propia artificialidad, que es también la de las convenciones teatrales, sociales, culturales y lingüísticas. Algunas de las preguntas que me surgieron después de ver la obra son: ¿qué es, en realidad, traducir? ¿Es traicionar, tergiversar la lengua? ¿Es buscar similitudes, apuntando por el sinónimo menos lejano? ¿Traducir siempre es adaptar, metamorfosear el lenguaje? Si es una actividad casi imposible, exhaustiva y agotadora, ¿por qué, a pesar de todo, seguimos intentando? Quizás la clave esté en ese “casi”. Y, en la obra de Feldman, quizás la clave esté en intentar hacer algo —arte, teatro— con el resabio que persiste, con esos fonemas, acentos, silencios e inflexiones que quedan a mitad de camino, perdidos en la traducción.

Ficha técnico artística

Dramaturgia y dirección: Matías Feldman

Actuación: Valeria Correa, Maitina De Marco, Juan Isola, Vanesa Maja, Juliana Muras, Laura Paredes, Paula Pichersky, Luciano Suardi

Dramaturgista: Juan Francisco Dasso

Actuación en video: Elisa Carricajo, Pilar Gamboa, Juan Isola

Diseño de vestuario: Mariana Seropian

Diseño de escenografía: Rodrigo González Garillo

Diseño de iluminación: Ricardo Sica

Arte en video: Manoel Hayne

Asistencia artística: Hernán Lewkowicz

Asesor de idioma: Pablo Ariel Bursztyn

Asistencia de escenografía: Lara Maria Treglia

Asistencia de iluminación: Diego Becker

Asistencia de vestuario: Martina Nosetto

Asistente de video: Delfina Romero Feldman

Asistencia de dirección: Marcelo Mendez, Alejandro Pellegrino

Asistencia de escenas: Nacho Del Vecchio Ramos, Mariela Lacuesta

Colaboración artística: Piel de Lava 

Productor del TNC: Santiago Carranza, Anabella Iara Zarbo Colombo, Lucero Margulis

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