¿Por qué amamos tanto a Shakespeare?

Vicky nos recuerda que hoy es el cumple de Shakespeare y el día del libro. El whatsapp de Farsa empieza a estallar. Todas compartimos nuestras obras predilectas, fotos de nuestras bibliotecas atestadas de teatros de todas las épocas, ejemplares heredados, publicaciones nuevas. Pero, un momento, ¿por qué alguien dice Shakespeare y la pasión por todas las manifestaciones del teatro (escrito, representado, leído, en fotos, en libros que ya ni se leen de lo viejos que están) empieza a explotarnos en la cara? ¿Qué hizo para volvernos locas? ¿Por qué, a lo largo de más de 400 años, lo retomamos en canciones, novelas, teatros?

Estas preguntas ya se las hicieron muchos, no somos las primeras, pero como en Farsa nos dedicamos a disfrutar y hacer del disfrute una experiencia narrable, en el día de hoy ofrecemos un recorrido por las razones que nos hacen amar la obra de Shakespeare. Esas cositas y detalles que vinieron de antes de él, pero que las supo tomar y modificar, que a su vez mutaron en cada nueva época y mirada pero que, de alguna forma, se mantuvieron.

No creo que no haya habido en alguna de sus fantasías un soneto del viejo Shakespeare hablando de la trascendencia del ser amado, de la futilidad, de la belleza que te lleva a un momento tan sublime de goce para luego dejarte caer por el túnel de la degradación… Perdón, me puse profunda. Pero, si hablamos de belleza, recordemos que Shakespeare, en sus obras, no predicaba necesariamente lo que ahora llamamos una “belleza hegemónica”. De hecho, los amores que abundan en sus comedias, y también en sus tragedias, y también en sus piezas históricas, son amores poco convencionales. Algunos controvertidos incluso para esos años. Como el de un bufón y una pastora; como el de niños actores que son mujeres en la obra, que se visten de hombre y juegan a la seducción con otros hombres que no saben que él es en realidad ella y que, aunque los personajes lo nieguen, se excitan en esa mezcla. O también, amores bien trágicos y no consumados, como el intento de encuentro entre conciencias ya muy adoloridas, o el melodrama de saber que por un segundo por una pequeña cosita… aquello no pudo ser. Tanta es la tragedia y tanta la belleza de esa tragedia que algo viajó y cruzó el océano para que Lou Reed pensara que la historia de amor de unos latinoamericanos que andaban vagando por Manhattan, entre la policía y los fumaderos de crack, se podía transpolar a la de Romero y Julieta:

And Romeo wanted Juliette/ and Juliette wanted Romeo./ The perfume burned his eyes/ holding tightly to her thighs/ and something flickered for a minute/ and then it vanished and was gone.

Así es: relatividad de la belleza, amores poco convencionales, travestismo, subversión del lenguaje, paseos por mundos imaginados, soñados, idílicos como puede serlo una isla mágica, un bosque bucólico, un sueño, un día de fiesta. Influencias de los cuerpos celestes, el poder de la naturaleza para alertar de la conducta de los hombres, presagios, astrología, brujería, magia negra y magia blanca, predicciones, la indomable rueda de la fortuna, el destino. Parricidios, canibalismo, usurpaciones, traiciones, la irrefrenable vejez, la ley impresa en el cuerpo, el cuerpo como algo corrompible y que puede volver, siempre vuelve, en forma de fantasma.

Todo eso es la obra de Shakespeare, todo eso y muchas otras cosas más que aparecen cuando se vuelve a leer uno de sus textos o se asiste a una obra representada. Supongo que lo que hace que algo te guste tanto es que siempre descubras cosas nuevas en ello. Así nos pasa, como humanidad, con Shakespeare desde hace más de cuatrocientos años. Hay un cuento de Anthony Burgess (si, el de La naranja mecánica) que se llama “La musa” en donde un científico encuentra una forma de viajar en el tiempo hasta la época isabelina para buscar a Shakespeare. Viaja con unos manuscritos de obras de teatro para preguntarle si efectivamente esas obras las escribió él. Resulta que cuando llega la época isabelina es un quilombo de mugre, rufianes, pestes y Shakespeare es un croto loco que escribe en un lugar oscuro y sucio con una vela y parece que está bastante caliente porque SPOILERALERT no se le ocurre mejor idea que tirársele encima al científico. La cosa es que Shakespeare ¡le termina robando los manuscritos! No sé si sabían, pero también hay un tema alrededor de su obra respecto de la originalidad de las obras, de la figura del autor, de sí las escribió él o no… porque parece que como eran escritas para ser representadas y no leídas en soledad (eso vino mucho después…), se perdían y la manera de recuperarlas era a partir del relato de los actores y actrices. Es decir que este cuento elabora una hermosa alegoría en la que, en última instancia, eso de si fue William o no el primero que escribió Rey Lear importa poca y nada. Porque un escritor, o eso que el siglo XIX se empeñó en llamar “genio”, es en realidad un obrero, un trabajador de oficio. Alguien que sabe retomar la tradición, inscribirse en ella, y adaptar su obra a las necesidades venideras.

Con las Farsas les compartimos las lecturas que nos hicieron flashear. Este es un medio dedicado al teatro, como tal, les proponemos que buceen en la lectura de obras de todos los tiempos, que se imaginen escenarios, épocas, teatros actuales o viejos. Lo importante, como dijimos al principio, es reivindicar el placer que nos produce este mundo, sea como sea.

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