Los personajes son tres. El foco no está puesto en ninguno en particular, sino en una habitación que una pareja le alquila a una familia en el medio del camino. De ahí, entran y salen. Fuera de escena hay otras cosas: un eco, eco, eco de lo que pasa en esas vidas que son un mundo, en el instante presente de la obra, y que a su vez se cruzan por dos vías tensionadas. La casualidad que los hace converger en un mismo punto y la realidad del país que, necesariamente, intermedió en esa casualidad.

Corre el año 2001 y todo parece una bomba a punto de detonarse. El tic no alcanza a tac y el presente es efímero o por lo menos esa parece ser la sensación que atraviesan Marcia, Marcos y Nelson. Este último tiene una beba recién nacida y una esposa, a quien nunca veremos pero sabemos en otra habitación de la casa. Su vida parece acostumbrada, con esa especie de naturaleza argentina de resistencia frente a las crisis, privatizaciones, decisiones de gobiernos que defenestran al Estado pero lo usan como si fuera un banco privado. Nelson aguanta en su simplicidad, una simplicidad que se irá diluyendo frente al deseo que le provocan cosas que vio en la tele: otra vida, otra clase, otros problemas. Su tac está ahí, a punto de estallar. A Nelson lo entendemos porque, al igual que la suya, nuestra vida se ordenó frente a esa caja. Una generación criada a milanesa con puré, en la buena, y a mate cocido con galletitas de agua, en la mala, siempre frente a esa gran casa de todos y todas que es la tele. Y acá me interesa lo que la obra tiene para aportar, si se leen bien sus señales: una discusión sobre la cultura de los noventa a partir de los elementos de la telenovela argentina y su contexto de producción.

Los otros dos, alrededor del reloj su estado de ánimo. El tiempo vuela y los intereses cruzados son como dardos en esa habitación de alquiler. Marcia es famosa, actriz de la tele, y Marcos es empresario de la carne. Ambos tienen una última chance en ese instante de peligro. Deberán lidiar con las emociones y deseos que surgen del edificio en llamas que es la Argentina en plena crisis. Se desenvolverá así, la noche difícil, algo ridícula también, y las exigencias que impone el contexto para hacer saltar la tapa de las pretensiones, mezquindades y fantasías de cada uno.

En cada lugar del mundo, en este instante propone un recorte sobre un espacio de la casa pero tiene la flexibilidad de trabajar con el afuera. Del más lejano (escenas del obelisco o de los puntos céntricos de la ciudad de Buenos Aires) al más acá. El baño de la habitación, el patio de al lado, las habitaciones de atrás, la calle. De todos estos espacios podemos ver un poquito, por ejemplo, la puerta del baño y su pared lo que parece, buscado o no, un homenaje al cine nacional: una imagen en capas, con textura y profundidad, que obliga al espectador a pensar con herramientas que da la propia escena. También es la posibilidad de elegir adónde mirar.

En este momento histórico que huele a pasado, la obra nos recuerda una idea con lo que los y las argentinas fantaseamos desde hace mucho pero de la que no nos hacemos cargo en nuestra conducta presente: no volver a pasar por lo mismo. Tal vez, parte de esa contradicción se explique en la tendencia hacia no hablar de lo que pasó en el 2001, no contar historias sobre lo mal que la pasamos y las cosas que tuvimos que hacer para sobrevivir, en quienes se fueron. Parece un falso pasar página, tal vez por la fuerza de la herida. En fin, el pasado es una seguidilla de traumas, y esa representación imposibilita elaborarlo. Entonces, eso, me encanta que esta obra hable del 2001 porque lo necesitamos.