FIND Festival: El arte del olvido

Especial desde Berlín, Alemania.

El FIND (Festival Internacional de Nuevas Dramaturgias) es un clásico de Berlín al que tuvimos la fortuna de cubrir por segunda vez consecutiva. Todos los años el mítico teatro Schaubühne aloja a producciones de todo el mundo. El lema de este año fue “El arte del olvido”, lo cual puede parecer muy metafórico pero si pensamos que solo recordamos lo que podemos narrar (no lo digo yo, lo dice Ricoeur) veremos que el teatro está a la orden del día con esto. Desde ya que, como buen exponente del teatro de Berlín, el FIND es un espacio donde se discute la realidad y la política internacional. El “olvido” se toma de manera personal pero también colectiva, generando así huellas y traumas en la sociedad que vuelven como síntomas en distintas formas. Lo que deseamos borrar, nos acecha cual fantasma que solo se puede desterrar nombrándolo (no lo dije yo, lo dijo Derrida).

Arranquemos por un plato fuerte. Saigon es un restaurant que entrecruza tiempo y espacio, viajando entre 1956, 1996, de Saigón a París. La obra de Caroline Guiela Nguyen nos zambulle en un recorrido entre generaciones marcadas por la guerra de Indochina y los que tuvieron que emigrar o huir de un territorio en llamas, hacia las tierras victimarias. Como centro de encuentro de la comunidad vietnamita, el restaurant alberga a los personajes que cuentan sus historias y se animan a recordar lo que los hizo partir de su querida Saigon, ya ocupada. Mai recuerda las mentiras que tuvo que soportar sobre París, dónde todo parecía demasiado bello para ser cierto. Hao, cantante retirado, muestra cómo la apropiación de la cultura francesa ha hecho que hasta olvidara como hablar su lengua materna y su viejo amor. Marie-Antoinette, dueña del local cuenta su búsqueda y recuerdo constante de su hijo, al que a pesar de haber perdido en la guerra le sigue celebrando el cumpleaños como si estuviera ahí.

La obra tiene un despliegue casi tan grande como su sensibilidad. El restaurant se utiliza con un espacio ambiguo que alberga a todos los personajes de los distintos periodos de la historia, quienes interactúan tan ávidamente que nos hace creer que esos recuerdos están vivos e influyen en los personajes. Las distintas historias, todas representadas por actores de una profundidad tremenda, reflejan la difícil situación de inmigración, del acostumbrarse a una nueva cultura y de tener que olvidar la propia que parece ser una misión imposible porque vuelve en forma de fantasma a tocar la puerta.

Saigon. Foto: Gianmarco Bresadola

Latinoamérica no se quedó atrás y hubo dos obras en las que no tuvimos que esforzarnos en leer subtítulos. “No se puede juzgar si el verdugo no recuerda el crimen” se dice en la obra chilena El Hotel del Teatro La María, dirigida por Alexis Moreno y Alexandra von Hummel.  Este hotel más un lugar de alojamiento es una guarida de quienes prefieren utilizar su demencia para escaparse de sus atrocidades.  Ubicado en la Antártida, aloja a cuatro viejos con Alzheimer lo cual podría generar cierta ternura, pero este grupo, asociado con la dictadura de Pinochet, solo produce un revuelto de estomago.

Sin ningún reparo alguno de sus crímenes, los viejos solo se dedican a olvidar sistemáticamente y vivir días de lujurias superficiales, como seguramente fue su vida pasada. Más allá del humor negro, que por momentos roza lo incómodo, la obra entera es una maqueta sobre lo que hacen las sociedades con sus historias más oscuras. Ellos y su vida quedaron fijados en el tiempo y a través de música y video vamos repasando esos años dorados en donde estaban bajo la luz; ahora el país necesita barrerlos al olvido. Las actuaciones son una hipérbole constante y allí es donde la obra temblequea sus buenas ideas, ya que estos seres no son de caricatura sino que son cualquier hijo de vecino. Permitir que los colaboradores de estas atrocidades no se juzguen y se escondan, no alivia sino que enferma a los pueblos y eso se muestra en la decadencia de sus personajes que son el reflejo de una sociedad sin memoria.

De exponente nacional tuvimos a Rodrigo García que nos volvió a sacudir con su poética transgresora, rupturista y personal con Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Humberto. Más allá de hablar de Macbeth o Evel Knievel, las asociaciones que hace siempre son muy amplias, tomándolo más a nivel de personaje y símbolo (nos corregimos, toma a Orson Welles abducido por el personaje de Macbeth). Con una continuidad contundente con respecto al discurso de sus obras anteriores como Golgota Picnic (la cual disfrutamos en el X FIBA) esta obra tiene más humor y cuenta con un talentoso elenco internacional (se hablan bocha de idiomas) con mucho arrojo corporal y verbal. García es siempre un director que se la juega y eso se aprecia ya que que el público tiene que deconstruir y trabajar para poder atajar las referencias. La gran noticia es que tiene programado su estreno porteño para fin de agosto en el Teatro Cervantes para volarle la cabeza al público porteño. Ojo que no es apto para espectadores vagos o pochocleros (¡por suerte!).

Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Humberto. Foto: Gianmarco Bresadola

La obra del autor canadiense/libanes Wajdi Mouawad, Inflammation du verbe vivre no puede reducirse al simple rótulo de “obra de teatro”. Los idiomas y géneros se entrecruzan en una pieza multimedial, monólogo, mediometraje-documental, bio-drama y hasta un proyecto de investigación. Ante la muerte de su traductor Robert Davreu, Mahdi (el alter ego de Mouawad, representado por él mismo) se embarca para curar su pozo creativo y depresivo en un viaje por Grecia para descubrirse y encontrar a Philoctetes de Sófocles en quien se basaría su próxima obra. Sus guías van desde un taxista, unas gaviotas, un perro, un grupo de adolescentes que más que alejarlo de su desesperación, le hacen tomar contacto con ella. Con una pantalla/cortina, desdoblando y partiéndose para que Mouawad se inserte y se escape de la filmación, la obra nos transporta por la Grecia actual, donde la desesperanza ha marcado a toda una generación y donde los viejos personajes de la tragedia todavía viven para volver a contar las mismas historias.

Hubo ciertos espectáculos con los que uno no puede dejar de sentirse apelado, porque tocan fibras muy hondas de problemas globales. En este caso, Black Off,  de la sudafricana Ntando Cele, comienza con un vídeo diciendo que para ser exitoso en el mundo hay que ser hombre y blanco (chocolate por la noticia). Acompañada por una banda compuesta de hombres blancos, entra la presentadora Bianca White a contarnos lo bien que se siente ser blanca y como todos debemos sacar la negrura que portamos para emblanquecernos. La segunda parte del show está protagonizada por Vera Black que, con su banda de punk rock viene a destronar a su contrincante y abrir nuestra cabeza sobre lo que es ser negro.

El público ríe mucho, porque ve claramente una actriz con peluca y con su cara pintada de blanco, ridiculizando a una persona blanca. Aunque, de a poco, la situación no deja de ponerse incómoda cuando nos damos cuenta lo políticamente incorrecto de reírnos de esto o cuan familiar nos suena. Desde la apropiación cultural hasta la discriminación, Black off muestra crudamente de qué manera somos todos partes de esto, ya que aunque condenemos, reímos al afrontarnos con la situación. Cual experimento social, termina por sacarnos las caretas, no importa el color que sean.

Black off. Foto: Gianmarco Bresadola

Tuvimos la suerte también de ver dos joyitas alemanas producitas por la Schaubühne. Por un lado, la nueva producción de Thomas Ostermeier, Returning to Reims, basada en la novela homónima escrita por Didier Eribon. Set de grabación, una actriz (perdón, no cualquier actriz sino, una actriz super legandaria alemana como es Nina Hoss) va a grabar su voz para un documental sobre el libro. Lo que sucede entre la pantalla, el escenario, el director y la propia biografía de Nina Hoss exhibida, da cuenta del contenido personal que trae el libro y que Ostermeier pudo poner en escena. Con mucha más austeridad y minimalismo del que nos tiene acostumbrados, en esta ocasión el foco está puesto en traer el conflicto de identidad que tiene el libro para que todos podamos hacer el mismo recorrido que hace su personaje.  Desde la esfera política hasta la propia vergüenza de clase, todos estos puntos que podrían caer en un intelectualismo rebuscado, logran apelar sensiblemente por medio del trabajo de Hoss que nos hace de puente a este mundo interior complejo, como el de todos.

La segunda joyita fue Lenin, ¿qué título no? No es difícil pensar que nos podemos quedar en la propanganda política o histórica pero, cuando las historias están bien contadas, son muchísimo más que eso. Por lo pronto, Lenin está encarnado por Ursina Lardi, o sea, una mujer. De movida, podemos ver lo audaz de poner una figura arquetípicamente masculina en la piel de una mujer que va convirtiéndose en ese ícono de barba y poco pelo que tanto conocemos. Nuestra mirada se divide en en tres espacios, la casa de Lenin, la pantalla, y el set de maquillaje y preparación de los actores. El escenario, donde Lenin pasaría sus últimos días, tiene una realización cuasi detallística pero no podemos concentrarnos en eso, ya que está continuamente girando. A través de dos steady cam, podemos ver lo que está pasando en simultáneo en los rincones de la casa y en la intimidad de los personajes, nada menos que Trotsky, Stalin y demás figuras históricas. Flor de trabajito para un espectador. Lo que el director Milo Rau intenta mostrar desde un escenario cotidiano es una lucha de transferencia de poder político. Mientras la enfermedad de Lenin lo va deteriorando, Stalin toma la fuerza para apartar a Trotsky y seguir al mando. Eso ya lo podremos haber leído en historia internacional de la secundaria pero la obra logra que, a través de esas cámaras, nos enteremos del ir y venir de esos días que harían historia. Los íconos eran personas y Rau se detiene en esa intimidad de cada uno en el entorno soviético de poder. De actuaciones con precisión milimétrica que pueden soportar un plano detalle y de un despliegue de recursos inagotables.

Lenin. Foto: Thomas Aurin

También vimos ¿Qué haré yo con esta espada? de la renombrada española Angélica Liddell, Kind Of de Ofira Henig en cooproducción con la Schaubühne, Oh my sweet land! de la isreaelita Amir Nizar Zuabi y la adorable pieza alemana Don’t forget to die de Karen Breec.  Todos exponentes de un crisol de lenguajes complejos sobre cómo lidiar con la memoria en los tiempos difíciles que se están viviendo en todas partes del mundo.

Schaubühne nunca es un lugar ajeno a lo que sucede y apuesta todos los años a generar un espacio de reflexión, a través del teatro en donde nos encontramos conectados en una red. Simbólicamente, Berlín, su locación es un escenario perfecto para esta convocatoria, ya que la ciudad misma respira esta multiculturalidad que refleja el festival. Tal como pudimos ver en las obras, estas diferencias culturales no son fáciles de llevar pero la ciudad se mantiene como ejemplo de resistencia en contra de la homogeneidad. Aquí donde pasó lo peor de todo, hoy se respira diferencia y se combate el olvido con cultura. Para no olvidar que estamos presentes y para recordar por qué queremos contar historias.

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