El día a día de un festival de teatro tiene un ritmo loco que por momentos son eternidades unas atrás de otras y por momentos es fugaz, fugaz. La bienvenida siempre es cálida, con algunas cositas ricas de cortesía, dos sobres a tu nombre con entradas para las obras programadas, bauchers para almuerzos y cenas y una libretita con lápiz para que todes puedan ejercer el oficio de escribir cuando quieran.
La vida de hotel es de llaves, televisión y camas siempre hechas. Es de encontrarse cada día con un realizador, productor, artista o intérprete a todo rato. Es la buena onda de sentarse en la mesa de tus colegas o de las colegas de otras y poder compartir una comida, un vaso de birra o incluso un vino. Es el encontrarnos todas las mañanas con los elencos y charlar, intercambiar, saber de sus procesos creativos. Es el encontrarnos con prensa de todo el país para hablar de la escena teatral nacional, intercambiar opiniones, lecturas. Crear expectativas en conjunto. Es, también, el haber conocido a dos pibes jóvenes de veinte años que laburan en medios y que están todo el tiempo pensando qué les interpela, cómo se presentan frente al mundo y qué comunican, cómo cambiar la manera de transmitir y de comunicar y de difundir las artes y la cultura en una ciudad tan tradicional como Rafaela.
La vida de este festival está en el valor que tiene de ser un oasis de producción y de creación de teatro regional. Estamos viendo el nacimiento del nuevo teatro rafaelino gracias a los laboratorios de creación -que nacieron el año pasado, post pandemia- que ponen a los artistas locales en el centro de la escena, y a los encuentros entre artistas federales y realizadores de distintas partes del país -como la asesoría de Lorena Vega al cordobés Nacho Tamagno en su work in progress La Sapo-.
El sello distintivo de este festival es ver a una generación de pibes que nacieron con su creación -hace 18 años- y que ahora forman parte del mismo actuando, dirigiendo, asistiendo, en la técnica. También, el espacio abierto a nuevas propuestas que, ya dese hace un tiempo, pone el foco en la formación no solo para actores y actrices, sino para comunicadores, dramaturgos y directores. También habilitar lugares para abordar las artes escénicas desde otra perspectiva: como la lectura-desmontaje de La Sapo que pudimos ver antes de la puesta de su work in progress, o la presentación de la EDITORIAL UAIFAI de Marcelo Allasino y Agostina Prato, dedicado a la publicación digital de textos teatrales inéditos que se relacionan con las formas escénicas mediadas por las pantallas.
En el festival de teatro, la prensa -periodistas y también críticas, como nos percibimos nosotras- se junta y dialoga y debate y sobre todo brilla por amor a las artes escénicas y a las artes. Nos nutrimos del intercambio, de cada charla de pasillo y de cada encuentro oficial de las rondas de devoluciones. Nosotras hablamos con los elencos y realizadores y solemos coincidir en que es un espacio valiosísimo de diálogo. Algunas vamos calladas y escuchamos, otras hablamos desde las tripas o desde la experiencia, otras hablamos buscando la palabra justa. Actores, actrices y directores escuchan atentas y responden preguntas, abren los ojos, debaten, toman nota.
Somos militantes de los festival del teatro, somos militantes del teatro federal. Es por eso que el Festival de Teatro de Rafaela nos llena de orgullo y nos enamora año a año. Su propuesta es siempre abierta, buscando nuevos espacios de trabajo, de formación, ampliando el espacio de representación para públicos, realizadores, juventudes, infancias, artistas locales, gestores culturales que crecen y cambian como la cultura y la historia. El FTR tiene una propuesta firme de no arrugar: habilita espacios de debate, de quilombo. En una ciudad tradicional, con una fuerte presencia de grupos conservadores, el FTR abre sensiblemente los teatros con una programación que pone en jaque la idea sacralizada de pueblo, familia, institución. Busca dar lugar a que las nuevas voces se planten con propuestas de calidad.
Obras como Nada de carne sobre nosotras, de Analía Couceyro, le dio calor a un espacio de reserva como lo es el Cementerio Municipal, Un Hueco de Juan Pablo Gomez en versión mendocina, puso en primer plano el problema de los sueños y las condiciones materiales de existencia en un pueblo pequeño. El Hombre de Acero de Juan Francisco Dasso y Las Cargas de Christian Gimenez abordan los sentimientos, la autopercepción y la representación de personas con discapacidad problematizando la idea de “sanidad” y “enfermedad”. Imprenteros de Lorena Vega trae al escenario la importancia de trabajar la memoria en un país como el nuestro que sufrió la dictadura del 76. Obras como La niña que fue Cyrano de Guillermo Baldo de Córdoba que habla del primer amor entre dos niñas, cálido, real y validante. Yo quiero ser un hombre blanco heterosexual, de la compañía Teatro Casero de El Bolsón, como su título sugiere, busca representar lo difícil. Y los laboratorios de creación hablaron de los jóvenes y adolescentes, de sus deseos y maneras de mirar el mundo, imprimiéndole una validez a cada una de esas miradas. También nos divertimos fuerte viendo Los miedos bajo la dirección en vivo de Ale Gigena a su gran troupe de improvisadores y flasheamos groso con The Big Mountain de Braian Kobla que culimó la programación cual frutilla del postre el sábado a la noche dejando lista la pista de baile en nuestro querido Centro Cultural La Máscara donde hubo gran fiesta de cierre con todos los elencos y equipo del festival.
Hombres y mujeres de todo el país se acercan a formarse, a encontrarse, a aprender y a dar. Nosotras creemos en eso.