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Carteles de neón con nombres de personajes mitológicos. Antesala y buena presentación para lexicalizar lo imposible: cruces delirantes pero convincentes entre lo mitológico y lo contemporáneo. Escila y Caribdis, al espectador no le alcanza el tiempo para googlear. Conozca la historia de tales monstruos marinos, o no, el código neón -entre el antro bar y la cosa posmoderna-  es decodificable. No entiendo del todo lo que leo pero sí sé que tiene que ver con lo actual. Con la rabiosa contemporaneidad, diría el autor. Antecesores de la expresión “estar entre Caribdis y Escila o “estar entre la espada y la pared”: esos son los nombres elegidos para el primer y segundo acto. Y así está el público: acorralado. Porque no hay escape, porque la melodía universo Wehbi ya empezó a sonar, porque hay autos oxidadas y niñas-azafata en un escenario post apocalíptico, porque empezó la perfo, el monólogo, la polifonía y la ruptura.

Suena un rap. De fondo, el imponente telón del Cervantes a toda pompa en su magnífico escudo bordado en oro. Se escucha el frufrú indignado de quien se pone de pie y se va del teatro. En el escenario, sólo mujeres. ¿El contexto? La lucha feminista, la reivindicación y la ampliación de derechos antes dejados de lado.  La pieza teatral es una reversión de la tragedia Tiestes y Atreo donde el acento ahora está puesto en el filicidio. Los apócrifos músicos urbanos despliegan su talento callejero al ritmo de “no hay nada más prolijo que devorarse a los propios hijos”. Afuera, en la fachada de un teatro en obra encorsetado por andamios, se exponen un sinfín de afiches con la programación del mítico teatro, ahora en deconstrucción; ahora intentando devorar no a sus hijos, sino a su madre patria (léase matar  lo esperable, al  galleguismo importado, a la pretensión oficial, a la corrección política con visón).

El plato fuerte de la programación 2018 del Teatro Cervantes es, sin dudas, la  puesta de la tragedia Tiéstes y Atreo de Séneca, releída y deconstruida por Emilio Garcia Wehbi. Originario de los titiriteros del San Martín, fundador –junto a Alvarado, Nátolo y Veronese– del Periférico Objetos y eterno obsesivo de la ruptura con lo heredado, Wehbi es un artista al que los públicos y contextos le importan.

Estos: las luchas de las mujeres, la legalización del aborto, la sala Maria Guerrero, el teatro nacional, el vínculo con la posteridad y la naturalización del mal.

Wehbi es el gran titiritero de signos y potencias. Orquesta recursos y toca resortes infaltables en su obra. Hay ruptura: rap en el teatro nacional argentino. Hay animalidad: tema de su interés. Hay intertextualidad: Walt Disney aparece como ese al que hay que descongelar para matar del todo, por el daño causado; el cuento Matar a un niño de Stig Dagerman es excepcionalmente narrado hacía el final. Hay indignación: entre la discreción y el papelón varios espectadores eligen irse. Todo lo hace triunfante a Wehbi. El aplaudidor snob y el indignado fugitivo. Ambos operan como partícipes.  Ninguno le es ajeno a la intención del director. Ese, el mismo que ideó un espectáculo para el off porteño donde el texto era una descarada catarata de insultos para el típico consumidor teatral clase media e intelectual. O ese, el mismísimo que armó una puesta en el San Martín donde desde la ficción hijos de desaparecidos les reprochaban a sus padres las ansías de heroísmo nacional (ganándose el rótulo de facho).

Ver alguna de sus puestas rebosantes de esa espesura del signo, es un banquete multisensorial casi tan caníbal como el que se representa, en esta oportunidad, arriba del escenario.  La tragedia original Tiestes y Atreo de Séneca: tan caníbal y tan  voraz. Dos hermanos gemelos se disputan el trono y entre el juego de codicias, adulterio, y destierro uno se come a sus propios hijos. Víctima del engaño, Tiestes devora a su descendencia servida en banquete por su mismísimo hermano Atreo. En este caso, es Wehbi quien nos sirve en bandeja de plata lo más atroz del mundo en que vivimos. “¿Estamos devorando a la posteridad?” es la pregunta que la obra nos hace. Para plantear su tesis, el espectáculo utiliza una serie de recursos visuales, sonoros y teatrales de una calidad digna de ver.

Uno y el más disonante: las niñas actrices.  Contrapunto ideal para un primer acto de estética lúgubre y siniestra. En el ocaso del mundo persisten cuatro pequeñas mujeres, interpretadas con genial solidez por Mercedes Queijeiro, Jazmín Salazar, Mia Savignano y Lola Seglin.  Tienen entre 10 y 13 años, están pisando por primera vez uno de los escenarios más prestigiosos del país y son las primeras en hablar a público. Sus personajes plantean cuestiones filosóficas y hasta lingüísticas desde un lugar naif: decir muchas veces malas palabras hasta que ya no sean malas, vencer al mal o ser el mismísimo mal con voz aguda y gestos infantiles. Tentempié ideal para la masacre filicida y caníbal del segundo acto.

Desde lo visual, el trabajo de Julieta Potenze en la escenografía es sencillamente descomunal: mantiene un hilo conductor entre narraciones dramáticas que se permiten ser desiguales y hasta contradictorias. El arte de Potenze es dramatúrgico, poli semántico y de total peso específico. Desde los ya mencionados carteles de neón (nada librados al azar, condensadores del cruce líquido y fluorescente de lo clásico y lo moderno visto en escena) hasta la enorme versión del cuadro  Saturno devorando a un hijo de Goya. Todo provoca, todo dispara.

Desde la teatralidad más magnética, esa, la necesaria para estar al frente de una sala de tal magnitud, aparecen  Analía Couceyro y Maricel Álvarez. Ellas aportan virtud. Desordenan el supuesto de los géneros. Cargan sobre sí una discursividad no convencional, un teatro que no es teatro, o un teatro salpimentado con multiplicidad de disciplinas. Ante el popurrí y el despliegue, logran tener cintura, acoplar y potenciar la propuesta disruptiva. Protagonizan el segundo acto y es el que más oportunidades da para generar situación dramática. Es en el que, finalmente, Tiestes come a sus propios hijos.  Sin embargo, no hay situación ni diálogo. Y es una decisión de la dirección. Wehbi concibe la escena como dialógica en tanto dialogue sólo y  con el público. El diálogo, la construcción de un personaje o la búsqueda de una “verdad” no son de su interés. Dentro de esa estructura, encuentran un momento álgido de ternura y conexión: cuentan a público el cuento Matar a un niño y dan por terminada la tesis del filicidio cultural.

Cita ineludible para artistas: las estéticas y poéticas piden a gritos ser leídas. Cita accesible y colorida para todos los públicos: el devenir de signos y referencias se da con cierta linealidad y naturalidad entretenida.

Ficha técnico artística

Dirección y dramaturgia: Emilio Garcia Wehbi

Intérpretes: Marciel Alvarez, Florencia Bergallo, Analía Couceyro, Carla Crespo, Érica D’Alessandro, Verónica Gerez, Cintia Hernández, Mercedes Queijeiro, Jazmín Salazar, Mía Savignano Lola Seglín, Lucía Tomas

Dirección niñas: Aymará Abramovich.

Escenografía: Julieta Potenze

Música y dirección musical: Marcelo Martínez

Coregrafía: Celia Argüello Rena

Iluminación: Agnese Lozupone

Vestuario: Belén Parra

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