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En 2016, en España, un grupo de cinco varones violó en manada a una joven de 18 años. Jauría es una obra de teatro que ilustra la madrugada de la violación y el proceso judicial que terminó condenando a 15 años de prisión a los integrantes de este grupo conocido, justamente, como La Manada.

Una de las muchas cosas que vale la pena destacar de Jauría es que es una obra documental, es decir que todos los textos dichos durante la obra surgen de las transcripciones de las declaraciones de los violadores y de la víctima durante el juicio. Si bien antes de empezar la función se aclara que no se ha agregado ningún texto ficcional, que el autor Jordi Casanova se limitó a cortar y a reordenar los fragmentos para alcanzar una cohesión dramática, se sobreentiende que la obra sufrió una adaptación del español ibérico original para llegar al dialecto rioplatense que se ve en el escenario. Esta mutación solo sirve para resaltar lo cerca que estamos de esa realidad y lo familiarizados que estamos con las frases y argumentos que esgrimen quienes violan. Pero vayamos por partes.

Sobre el escenario, una puesta sobria. Bancos negros sobre un piso y un fondo del mismo color, unos cubículos velados con tules negros que parecen cumplir el papel de celdas, y, en el medio, un espacio de seguramente 3 metros cuadrados, de dimensiones similares al lugar donde sucedió la violación real. Lo despojado y concreto de la puesta es acertado ya que brinda suficiente soporte a los actores y la actriz para que hagan su trabajo sin que la atención se desvíe de lo que sucede en escena.

En cuanto a las actuaciones, Vanesa González da cátedra de intensidad contenida. Con talento y trabajo trae al escenario a una mujer que está atravesando demasiadas cosas como para pintarla con un solo color. Su interpretación es impecable, una mujer traumada, pero centrada, que intenta explicarle algo a un entorno que no parece tener muchas intenciones de entenderla. Su personaje relata los sucesos de la noche en que fue violada y responde a las preguntas agresivas de los abogados de sus violadores con la calma de una bomba. En ningún momento cede a lo fácil que sería exagerar y faltar a la verdad, ni González ni su personaje. Los varones del elenco no se quedan atrás. En vez de caer en lo predecible y cómodo de hacer que los violadores sean perversos y desagradables desde el primer momento -como nos los imaginamos, incluso desde antes de entrar al teatro-, hay una decisión de dirección de hacerlos, tal vez, como ellos mismos se ven: cinco amigos que buscaban pasarla bien y que no creen haber hecho nada malo. Esa dirección, mucho más rica, está respaldada por cinco actores que tienen con qué hacer frente a algo tan complejo. Gastón Cocchiarale, en particular, logra hasta despertar una empatía perturbante con su interpretación de un tipo que cree estar simplemente divirtiéndose con sus amigos. En este sentido, en Teoría King Kong, Virgine Despentes dice que “los hombres siempre están en contra de la violación. Eso que ellos hacen es otra cosa”. Tan lejos de la violación les parece lo que ellos hacen, que, en el propio juicio, los defendidos presentaron como prueba de su inocencia el mismo vídeo que la fiscalía usó como evidencia de su culpabilidad. Cocchiarale se destaca en ilustrar a ese sano hijo del patriarcado, que niega su culpabilidad aduciendo que la joven nunca se negó.

Por otro lado, es interesante notar que la obra está escrita, adaptada y dirigida por varones. Además, como se ve en el programa, la producción ejecutiva está realizada por un varón. Si bien la comunidad teatral y el público todavía adeudan discusiones serias y profundas sobre la igualdad de representatividad de género en el teatro comercial -y posiblemente también en el off- y sobre el cupo femenino y trans en el mundo de las artes escénicas, es interesante que una obra que propone un cuestionamiento de la narrativa sobre el abuso perpetuado por los varones, venga por parte de varones. No es menor que, en un espectáculo que nos muestra a un grupo de violadores, muchos de nosotros podamos reconocer características de familiares, amigos, o incluso nuestras, de nuestro lenguaje, de nuestra manera de interpretar el mundo. Y que además sea propulsado por varones que ocupan esos lugares clave en el proceso de montar un espectáculo. La lucha por un circuito teatral en el cual haya real igualdad de oportunidades para todos los géneros sigue existiendo. Sin embargo, podemos reconocer cierto valor cuando la crítica viene desde adentro.

Después de la función hubo una charla entre el elenco y el público y una espectadora hizo una pregunta fundamental: ¿qué hacemos cuando, como varones, vemos actitudes que entendemos violentas o misóginas por parte de nuestros amigos? ¿Qué hacemos cuando un amigo cuenta una experiencia sexual y algo de la narrativa suena a falta de consentimiento? ¿Cuál es nuestra reacción al recibir pornografía no solicitada en un grupo de chat y cuál es la que realmente creemos que deberíamos tener? Jauría como obra tiene un efecto muy interesante: esas personas que están en escena no nos resultan ajenas ni seres de otro mundo. Es casi seguro que cualquiera que tenga alguna experiencia vinculada al abuso o a la violación, tanto como víctima o como victimario, pueda ver algo ahí que resulte familiar. La minimización del abuso y la interpretación de la sumisión como consentimiento en la obra, y en el caso real, desemboca en una violación, pero esos mismos mecanismos son los que vemos funcionar diariamente para sostener una cultura entera. Nuestra cultura y nuestra sociedad están atravesadas por ejemplos así. Somos un país que ha elegido a un representante que dijo que a todas las mujeres les gustan los piropos sin importar el tono y que no les creía a las que se ofendían. Algunos de nuestros ídolos populares violaron sistemáticamente a sus parejas mujeres, física y emocionalmente, y todavía existe una perspectiva vigente de que como son ídolos populares no importa.

Jauría no entra a discutir esas instancias de misoginia, pero nos acerca algo mucho más accesible. Jauría nos muestra un grupo de violadores y, sin palabras, nos pregunta “¿no te suenan de algún lado? ¿No están en tu teléfono? ¿No los ves, o al menos ves parte de ellos, cuando te lavás los dientes a la mañana? Cuando recordás tus relaciones y experiencias pasadas, ¿no notás que esta gente se parece a la gente de esos recuerdos?”.  Jauría es una obra, pero también es una realidad. Una realidad que pasó en España en 2016 y una realidad que sigue presente hoy y en todas partes.

Hay una frase atribuida a Picasso: “el arte es la mentira que nos permite comprender la realidad”. Pues bien, rescatemos esa perla de conocimiento que nos regaló ese gran misógino y pintor. Jauría es arte, es una actriz y cinco actores sobre un escenario. Jauría es también realidad, los eventos que retrata pasaron de verdad, y es realidad de nuevo cuando la vemos y, en vez de ver una violación de 2016 o una obra de teatro, vemos una realidad actual. Comprender es un primer paso a cambiar. Tal vez Jauría sea para algunos la posibilidad de entender algo propio y cambiarlo.

Ficha técnico artística

Autoría: Jordi Casanova

Adaptación Juan Ignacio Fernández

Dirección: Nelson Valente

Actuación:  Vanesa González, Gabriel Beck, Lautaro Bettoni, Lucas Crespi, Juan Luppi y Julián Ponce Campos

Actor de reemplazo: Ramiro Delgado

Producción ejecutiva: Luciano Greco

Dirección de producción: María Zago

Voz en off: Sebastián Blutrach

Asistencia de dirección: José Salerno

Asistencia de vestuario: Sofi Davies

Vestidora: Daniela Dearti

Realización de escenografía: Gustavo Di Sarro

Diseño sonoro: Silvina Aspiazu

Diseño de vestuario: Betiana Temkin

Asesoramiento coreográfico: Mariana Blutrach

Diseño de luces: Gonzalo Córdova

Diseño de escenografía: Rodrigo González Garillo

Fotografía: Alejandra López

Comunicaicón visual: Diego Heras

Comunicación en redes: Bushi Contenidos

Prensa: SMW Press

Picadero  y comunidad: Juan Pablo Gómez

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