Imperdible
180'

Dicen que un buen Hamlet es aquel más fiel al texto original – 6 horas debería durar en una representación teatral exacta- y que, a su vez, es aquel más contemporáneo. Un Hamlet que haga cruces inmediatos con la realidad de ese espectador, que, atónito, ve cómo un texto escrito en el 1600 choca y colapsa con las tramoyas políticas actuales. Bueno, políticas, morales, existenciales… La universalidad y complejidad de Shakespeare lo hace polisémico e inabarcable. Incluso, podría decirse que sería imposible quitarle su carácter canónico y ponderado: como buenos sujetos hijos de occidente, estamos empapados de la tinta shakespeareana. Sus textos son constitutivos de nuestra cultura. Cosa que puede explicar su vigencia. O tantas funciones a sala llena en el teatro San Martín. Parece que, pese al desaire y el desánimo de algunos que señalan a la cultura del posmodernismo como a una cultura en banca rota, los clásicos siguen interpelando. Siguen pisando fuerte o siguen siendo constitutivos.

Pero vamos a la puesta. Dos cosas para mencionar ya desde el momento en que a uno le dan el programa. Dos cosas vinculadas con esta idea de contemporaneidad planteadas al principio. La primera, las palabras de Szuchmacher: “Hamlet es esa obra que todos creemos conocer”. Son innumerables las referencias e intertextos en las que incluso nuestra cultura pop evoca a Hamlet. Hay quienes dicen que con Shakespeare, las tragedias griegas y El Quijote tenemos toda la historia literaria posterior. Todos los spoilers están ahí. Incluso los de ese culebrón en el que todos tristemente sucumbimos o esa épica fantástica de millonaria inversión que nos tiene en vilo cada domingo. Sin embargo, el director viene a señalar un equívoco: la confusión de que Hamlet dice “ser o no ser” con una calavera en la mano. Error, una superposición inexplicable de dos actos distintos. Este señalamiento deja entrever algunos lineamientos de la puesta. Uno es que, sin caer en lo pedagógico, la propuesta del director plantea una obra de extensión considerable – 3 horas, 2 intervalos-  que busca traer un texto fiel al original. Otra, que quizás suene frívola, el cambio de época con sus respectivos cambios de vestuario: un 1900 lleno de pulcritud y elegante distancia, adjetivos que aplican a la estética que en general se busca. Una puesta lejos de los preconceptos y cerca del texto. Un texto que brilla ante la ausencia de adornos y pompas. La oportunidad de conocer el texto dramático en la profundidad de mostrarse tal cual es. Oportunidad escasa en tiempos de mucha versión libre, adaptación contemporaneizada y teatro breve, brevísimo.

La segunda cuestión es cómo Szuchmacher detalla qué contexto socio-político le correspondió a cada una de sus anteriores puestas Shakesperianas. Para Sueño de una noche de Verano del ’88,  la primavera alfonsinista. Para Rey Lear, en 2009 (que contó con el protagónico de Alfredo Alcón) se vino a señalar “la caída de un mundo que no sería como lo habíamos conocido”. La cuestión que el director omite, es qué de nuestros tiempos viene a interpelar esta nueva puesta de Hamlet.  Cuestión, palabra que se usa 17 veces en el texto original. ¿Cuál es entonces esa cuestión que se viene a subrayar en esta propuesta? Un texto que puede leerse tanto como un crimen político, un relato detectivesco, las crónicas de una locura, el epopéyico vínculo de amor hacia un padre (tres de los personajes principales ven morir a su progenitor) un romance, o una historia de traiciones y escaladas al poder. Qué de todo retrata mejor la coyuntura social y política actual, ya sea en tono literal o metafórico: ¿la locura?, ¿las apariciones fantasmagóricas que siembran verdades?, ¿la retórica neurótica?, ¿el soliloquio como ese discurso que paraliza la acción y encierra a los individuos dentro de sí?, ¿la inevitabilidad del final trágico cuando ningún personaje logra hacer lo que quiere, sino lo que puede dentro de la inexorabilidad de lo dado? Son preguntas que por ahí no tengan respuesta. O la respuesta sea, en cierto modo, esa sensación que queda después de la función. Una sensación que dista del vacío.

Imposibles de abarcar las cuestiones, justamente, que son o no son, vamos por lo que está. Primer comentario se lo roba la escenografía. Imponente y acorde. Espectadores boquiabiertos, un gran wow, algo que pasa poco: esto de que el telón se abra y lo que está del otro lado sea realmente, magia.  Dimensiones reales, pero nada está de más. Cada espacio tiene su justificación, su provecho bien sacado. Lo escenográfico sale a bailar con la maestría de la dirección. El hecho teatral sucede en varios planos y capas. En particular la escena IV del primer acto: el Rey Claudio, la Reina Gertrudis y parte de la corte distribuidos a lo largo de una mesa, una perfecta diagonal, con Hamlet en primer plano, atravesando la escena, con la mirada perdida. Es un cuadro renacentista, una imagen digna de pintar. El fondo emula un escenario de telones verdes igual al escenario principal. Un guiño escénico para la pata dramatúrgica: en el segundo acto el príncipe Hamlet monta en ese segundo escenario “La Ratonera”, una obra de teatro dentro de la misma escena, que opera como recurso argumental y metaficcional. El modus operandi del personaje es aquí maravilloso. El plan del príncipe es el de desenmascarar a su tío haciéndolo contemplar, en escena, el mismo acto asesino que cometió. Dice Hamlet en la escena XI del primer acto: “Yo he oído, que tal vez asistiendo a una representación hombres muy culpados, han sido heridos en el alma con tal violencia por la ilusión del teatro, que a vista de todos han publicado sus delitos.” Un fragmento que denota toda esta idea de actuar la actuación, un gesto audaz del texto que pone el primer plano los trabajos de Marcos Ferrante, Lalo Rotavería y Agustín Vásquez. Con la frescura y el humor que el guion permite, los actores rotan de personajes y juegan el juego de la metaficción.

Algo de los colores y la iluminación condice con esta idea de purismo. Un purismo que parece decirnos: “venimos con un Hamlet clásico”. Fiel en extensión, fiel en la adaptación, que permite degustar un texto que sigue y seguirá siendo exquisito.

Con respecto a lo actoral, toda la búsqueda es desde la precisión. Los cuerpos se desplazan y posicionan con exactitud milimétrica. Las actuaciones son la vidriera para el texto, en una puesta donde la ponderación de lo textual es lo más valorado. El desafío mayor se lo lleva, por razones obvias, el actor que interpreta al príncipe Hamlet, en este caso Joaquín Furriel. Hamlet es trascendencia dentro del obra de Shakespeare. Es ese personaje exógeno, que sobrevuela y esta más allá de todos los demás personajes creados por el autor más famoso de la dramaturgia universal. Hamlet encarna la locura fingida, el péndulo entre lo real y la invención, las vías de escape ante el duelo de perder a un padre. Un duelo que escapa por vías inocentes o asesinas, de lo naif a la crueldad, la jovialidad y la sabiduría. Toda la paleta de imaginarios, emocionalidades y puntos de teatralidad son llevados con éxito por Furriel, que lleva al hombro, quizás, uno de los personajes más desafiantes de su carrera.

Otras interpretaciones que no pueden escaparle a la mención: un rey Claudio ajedrecista, correcto, que muestra su hilacha de codicia y furia con maestría y precisión a manos de Luis Ziembrowski; una Ofelia con una fuerte presencia escénica, más vivaz, más rebelde por llamarlo de algún modo, más marcada en su caída inevitable a la locura que termina compartiendo con el príncipe Hamlet, una Ofelia a la que Belén Blanco le pone el cuerpo con total fuerza y virtud; por último, Polonio, uno de los personajes que tiene los diálogos más absurdos con Hamlet y que permite una forma de actuar distinta a la de los demás personajes, una búsqueda más carismática y pomposa a cargo de Claudio Da Passano.

Este es el Hamlet de la cartelera porteña actual. En Teatro Público, a precios accesibles y a sala llena. La oportunidad de ver excelentes actuaciones, una adaptación incisiva y tajante; una dirección a cargo de Rúben Szuchmacher, palabras mayores de la dirección escénica nacional e internacional, una de las miradas más precisas, personales y conocedoras del oficio. Para que se entienda: esto no se ve todos los días en la escena porteña. Vale la pena hacerle frente a la epopeya de las 3 horas, una experiencia de extensión a la que le perdimos el gusto, pero siempre se puede recuperar. Hamlet es una buena oportunidad para hacerlo.

Ficha técnico artística

HAMLET

Dirección Rubén Szuchmacher
Autor William Shakespeare
Traducción Lautaro Vilo
Versión Rubén Szuchmacher y Lautaro Vilo

Elenco
Joaquín Furriel, Luis Ziembrowski, 
Belén Blanco, Marcelo Subiotto, 
Ernesto Claudio, Eugenia Alonso, 
Agustín Rittano, Germán Rodríguez, 
Mauricio Minetti, Pablo Palavecino, 
Agustín Vásquez, Lalo Rotaveria, 
Marcos Ferrante, Fernando Sayago, 
Nicolás Balcone, Francisco Benvenuti

Músico Matías Corno

Coordinación de producción Gustavo Schraier, Julieta Sirvén
Producción técnica Isabel Gual
Asistencia de dirección Julián Castro, Ana María Converti, Mauro Oteiza
Apuntadora CTBA Catalina Rivero

Asistencia de escenografía y vestuario Luciana Uzal
Asistencia artística Pehuén Gutiérrez
Maestro de esgrima Andrés D´Adamo
Música original, dirección musical y diseño sonoro Bárbara Togander
Iluminación Gonzalo Córdova
Escenografía y vestuario Jorge Ferrari

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