Sé que debería arrancar presentando de qué se trata la obra y organizar un poco la lectura en favor de que el lector o la lectora se convenzan de ir (o no ir) a verla. El problema es que a mí me obsesiona un elemento particular de esta obra —elemento que desarrollaré en el último párrafo— y creo que, debido a eso, la obra está buenísima. Quiero abalanzarme directo a esa parte, pero para no desorientar demasiado al lector, adelantaré algunos rasgos que no debería obviar. Antes me dirijo directamente a los indecisos, a quienes leen esta nota con la sola finalidad de ver si vale la pena ir a ver la obra. A ellos me dedico ahora, revelando por qué podría gustarles la propuesta —desde ya, sepan disculpar mi falta de sutileza en el arte de la persuasión mientras escribo esto—. En mitad de tanto fuego es una gran obra para todo el que guste de un texto bien hecho. No lo digo por decir, de verdad es así. La obra, escrita por Alberto Conejero, es de esas piezas en las que es fácil sumergirse y dejarse llevar sin más. Todo el que crea en la actuación de los buenos unipersonales, con esos intérpretes que saben encontrar los tiempos, medir los ritmos (silencios y pausas incluidos) y respirar los textos para hacerlos latir en escena, creo que tendrán una grata lección de actuación delante de ustedes a cargo de Victorio D´Alessandro. Casi una hora ininterrumpida, guiados por la voz del personaje. Y uno sigue y sigue sin dificultad, perdiendo la noción del tiempo. Pero eso no es obra de la interpretación, únicamente, sino de una dirección pulida, a cargo de Alejandro Tantanian, quien dirige no solo con los ojos, sino también con los oídos. En resumen: la tríada dramaturgo, interprete y director funciona muy bien en entrega escénica por medio de la cual nos llega la voz de Patroclo.
Mínimamente, describo de qué se trata la obra. Podría decirse que se trata de Patroclo, del cuerpo que Aquiles supo amar. Podría decirse que —pese a que nuestro querido Patroclo lo niegue sistemáticamente—, un poco también se trata sobre la guerra de Troya. Pero no sobre la guerra como tal, sino sobre cómo impedir lo inevitable en la construcción de la figura heroica. Esa misma que pensamos por siglos bajo la luz y el brillo de la gloria y la vida breve; pero acá se vislumbra la luz de otra tragedia, de otro combate, de otra guerra. Ya no es Troya, sino el empecinado amor y compasión de Patroclo, el domador de caballos, para evitar el destino de Aquiles. El sabor de la triste compasión tan típica de la figura heroica es palpable, en ese canto del ser amado, ese que produce otra desmesura. Que se ciega contra la advertencia de los dioses (de la razón, de la cordura, de la norma) pero no por vanidad, no por obcecado, sino guiado por la obsesión de cuidar y proteger eso que no puede. Qué es el amor sino dar al otro lo que uno no tiene, es una frase que ya mentaba Patroclo antes que Lacan, mientras se investía de ropas y cualidades que no eran las suyas, mientras se aventuraba a ser otro con la sola intención de salvar a quien amaba. Mientras trata, desesperado, de evitar que el héroe sea tal, sin quererlo y por las razones menos previstas, se transforma en él.
Terminada la obra, con la luz de la Shell iluminando nuestra salida del teatro, uno se va rumiando el inmerecido destino del héroe, ya no pensando cuanto de Aquiles hay en Patroclo, sino a la inversa: detrás del famoso canto de la ira, detrás del desasosiego de Aquiles, se nos revela el amor corriendo con ventaja por sobre el orgullo. Y en medio de la voz de Patroclo, resuenan otras voces también, voces más contemporáneas, pero no por ello menos presentes en la historia. Una (re)lectura clásica de las disidencias sin forzar su aparición. Pero, por sobre todo, nos vamos de la obra rumiando cierto carácter fantasmático del amor —digo fantasmático como una imagen que acecha, que late y vive detrás del ser amado y que no pretende irse sin antes arrebatarnos aquello que amamos—. Es la extraña unión donde coinciden el amor y la muerte, o más bien el miedo a que el ser amado (o el amor mismo) muera, el miedo a que se esfume. Un miedo que se corre siempre que se ama. Pero hay algo más en medio de la obra, eso que a mí, me inclina a recomendarla.
En mitad de tanto fuego es una obra que suena. Y al decir que suena no me refiero a que haya canto en escena (podría pasar, hay un breve fragmento, pero no me refiero a eso), tampoco al tono característico de un personaje (o un actor) o una métrica particular. No, me refiero a algo más prosaico, —pero más teatral también—. Lo que “suena”, quizás, es lo mismo que hermana a la poesía con la epopeya y con el primer teatro: la vibración de la voz. Pero no cualquier voz, una voz sinestésica. Es la voz de una persona contando algo mientras el público, hipnotizado, dibuja en su mente la escena. Esas son las obras donde uno vibra con el texto. Un texto como un camino sonoro que narra; y uno, como espectador, no para de seguirlo: sin problema y sin pausa. En medio del sonido se abre el paisaje, las descripciones visuales, el campo de batalla, los aromas, el cuerpo del amor y de la muerte. Junto a la ira de Aquiles, vibra otro cuerpo, otra carne “donde coincidieron el amor y la muerte”. Junto al canto de Ilión, vibra, el canto del ser amado. Lo trágico, lo que causa horror, espanto y una compasión sin nombre, no es amar y morir, sino amar y ver morir aquello que se ama. Esa condición, ese temor, no pasa de moda.
Ficha técnico artística
Autoría: Alberto Conejero
Actúan: Victorio D´Alessandro
Diseño de vestuario: Oria Puppo
Diseño Audiovisual: Johanna Wihelm
Música original: Axel Krygier
Diseño De Iluminación: Oria Puppo
Asistencia de iluminación: Merlina Leila Brunelli
Asistencia de dirección: Juan Cruz Bergondi
Prensa: Marisol Cambre
Producción ejecutiva: Julieta Pavic
Producción: Victorio D´Alessandro, Luzu Tv
Dirección: Alejandro Tantanian


