Es difícil imaginar al enemigo histórico de los Estados Unidos de Norteamérica después de tantas películas sobre la guerra fría. Por eso sorprende y fascina tanto recorrer las ciudades donde los zares construyeron un imperio que hace avergonzar a cualquier estadounidense que lo pise y palidecer a los europeos oriundos de las ciudades más emblemáticas del Viejo Continente. San Petersburgo, reconstruida y restaurada en los últimos años en cada uno de sus palacios, calles, museos y teatros ostenta un lujo que refleja el poder económico, el anhelo de superar a Europa y el capricho de ejemplares de la nobleza como fue Yekaterina Alexeevna, o simplemente Catalina La Grande de Rusia (1729-1796). A ella se le debe el Siglo de Oro de la historia cultural rusa, con su colección de pinturas que hoy constituyen el Museo Hermitage, anteriormente su palacio.
Dentro de este predio, y después de demoler el Palacio de Invierno de Pedro I, con sus puertas sobre el río Neva, hizo construir un pequeño teatro con capacidad para doscientos cincuenta nobles. Así hizo realidad el sueño de tener su sala propia, para la cual escribía los libretos de buena parte de la programación anual e invitaba a quien se le daba la gana. Se cuenta que en su reinado rara vez se llenaba el bellísimo teatro rojo, blanco y dorado con forma de anfiteatro, pero no dejó de funcionar nunca, a razón de dos o tres funciones semanales. Su diseño de estilo neoclásico es obra del arquitecto italiano Giacomo Quarenghi. Tiene las paredes revestidas de estuco simulando mármol y diez nichos que albergan esculturas de Apolo y las Nueve Musas, así como pinturas y bajorrelieves de poetas y músicos famosos en paredes y techo.
La primera función fue el 16 de noviembre de 1785, antes de que estuviera totalmente terminado, con la ópera de Sokolovsky y Ablesimov, El molinero que era hechicero, embustero y casamentero, seguida en el comienzo de la temporada oficial por la ópera cómica Kosometovich, el caballero triste, con libreto de la mismísima Catalina.
Es el teatro más antiguo que se conserva en la ciudad, y sigue funcionando en la actualidad para el orgullo de los rusos y el placer de los visitantes que tienen la suerte de conocerlo.