Eduardo “Tato” Pavlovksy falleció a los 81 años el pasado domingo 4 de octubre. Intentar acaparar a una persona tan prolifera y diversa en una sola nota sería absurdo; peor aún sería caer en un lugar común, cuando él era todo menos común.
Nacido en Buenos Aires en 1933 en el seno de una familia integralmente de médicos aunque nieto del reconocido escritor Alejandro Pavlovksy, esta diversidad iba a señalar su camino. Se recibió prontamente de su carrera de médico y publicó su primera obra La espera trágica en 1962. Médico psiquiatra, psicoanalista, dramaturgo, director y exponente latinoamericano del psicodrama son sólo alguna de las etiquetas que usamos para categorizar a alguien que siempre ha complejizado las etiquetas.
Hombre político que ha sabido llevar sus pensamientos socialistas a su producción artística, ya que era parte de su visión de mundo que era indisoluble de todo lo que hacía y decía. Escribió más de 20 obras que llevó al escenario como actor y director con eternos colaboradores como Susy Evans o Norman Brisky. Su carrera fue interrumpida a fines de los años 70 cuando tuvo que exiliarse a España por ser perseguido en la última dictadura militar por sus ideas políticas. Al regresar la democracia, retornó al país en donde continuó su extensa carrera donde más allá del teatro actuó en 11 películas y escribió más de 20 libros teóricos sobre psiquiatría, política y teatro.
Grandes obras como El Señor Galindez, Potestad o Paso de dos han explorado hondamente la psiquis de personajes oscuros de la historia argentina como fueron los grupos de tarea que captaban y torturaban inocentes durante la última dictadura militar en la Argentina, así como también los apropiadores de bebés, hijos de desaparecidos. Él no se proponía hablar de ellos como monstruos sino mostrar cómo una persona común, a través de sus circunstancias puede llegar a moldear ese tipo de mentalidad. Obras descarnadas y de vanguardia, con Beckett como su norte teatral, ha sabido hablar desde un lugar original y sensible de toda una época que ha tenido millones de representaciones y se ha propuesto hacer una auténtica e individual.
Supo amalgamar su carrera científica con la artística de una manera auténtica, escribiendo libros de psiquiatría, gracias a sus descubrimientos teatrales, y utilizando su indagación en la psiquis humana para adentrarse en desmenuzar una personalidad de manera quirúrgica.
Su ética artística y política nos deja la enseñanza que puede ser posible una integridad entre la verdad más profunda de alguien y su trabajo, más allá de que vivamos en un mundo que nos define en un solo casillero.
Mejor aún, dejemos que lo cuente Norman Brisky que lo conocía desde adentro:
“Yo creo que Tato es un modelo para jóvenes, para creativos, que no solamente tiene que ver con pensar cómo queremos llegar a que vean lo que uno hace, sino también la idea de que el teatro no tiene que ordenarle a la sociedad lo que tiene que hacer.
Él es un autor, un dramaturgo, una persona que no tiene una idea ordenatoria, una idea de que sus ideas se implanten, algo así como una dramaturgia sin sectarismo y sí de una dramaturgia de movilizar, de revolucionar, de modificar.
Las características de Tato como actor y como trabajador de teatro son también excepcionales en la medida que su expresión no tiene parámetros comunes ni los quiere tener y hace siempre que sus trabajos sean fuera de serie.
Como persona vincularse con el significa todo el tiempo estar alerta estar muy agudo y si se quiere inteligente. Tal que para que todo eso se ponga en función de llegar a buenos estados, buenos descubrimientos y antagonizar tanta reflexión con la mayor autenticidad de los cuerpos, Tato propone que juguemos seriamente de manera distinta.”