Cómo obviar el hecho de que el ícono de la sensualidad de nuestros tiempos encararía a la formidable y seductora Magguie -la Gata-. Cómo escapar al revuelo generado en torno a ese negligé beige. Al parecer, pocos encontraron cómo.
Con Scarlett Johansson -muy publicitadamente – a la cabeza, estrenó el jueves pasado La gata sobre el tejado de zinc caliente en el teatro Richard Rodgers en Broadway, y ya se oye el murmullo de las primeras críticas, no muy alentadoras, por cierto. Para algunos, un mero vehículo de estrella, para otros, mucho ruido y pochas nueces, casi todos centran su descontento en la propuesta del director Rob Ashford. Aparentemente, una orquestación rimbombante -tanto en el diseño sonoro como en las interpretaciones- habría ahogado la musicalidad propia de la pieza de Williams. Todos dedican un extenso párrafo al trabajo de Scarlett, algunos para “salvarla”, otros para hundirla con el resto del barco.
Lo cierto es que las expectativas generadas por este encuentro eran altas, y las referencias a Liz Taylor, previa habitante del negligé, abundantes. La mayoría de los comentarios hacen hincapié en el cuerpo y la sensualidad de Johansson, quizás con demasiado énfasis, virando el foco de atención de la interpretación de la actriz a la imagen de la “star” alimentada por los medios.
Como sabemos, las críticas nunca igualan el acontecimiento teatral. Para los que no tenemos un pasaje a Nueva York en puerta, será cuestión de “conformarnos” con los Taylor y Newman de celuloide del 58. O, por qué no, fantasear con la versión de Scarlett.