Foto: Leandro Bauducco
Noche tras noche, desde hace seis años (o diez temporadas, lo que les guste más), Osqui Guzmán le da vida a El Bululú. En el escenario, cose retazos de su historia con la gran creación de José María Vilches y el resultado, además de un obrón, es la tentación de conocer más, mucho más, acerca de su vida.
Osqui es un placer, arriba y abajo del escenario. Tan genial como humilde, tan talentoso como agradecido, inundará nuestra charla con pequeñas anécdotas: sobre un recital de Michael Jackson en el que descubrió lo que se genera con la presencia escénica, sobre un grupo de adolescentes que, contra todo pronóstico, se fascinaron con una puesta suya en la Casa del Bicentenario, sobre una acomodadora súper tímida que le regaló unas fotos de Vilches en camarines, reliquias de su tío fotógrafo (hay algo del backstage que produce mucha curiosidad, el placer de develar la magia que se produce en escena).
De a una genialidad a la vez, nos sacamos las ganas de conocer más a esta figura de las tablas.
Arrancamos por una pregunta tan obvia que seguro te la hicieron en todas las entrevistas de tu vida, desde la primera hasta la última: ¿El Bululú es tu historia, una ficción o un poco de ambas?
¡Nunca me la hicieron esa pregunta! El Bululú es una ficción, sobre todo se defiende como una ficción. Creo que no podría yo contar esta historia que tiene que ver con mi vida desde un lugar personal, entonces lo convierto en una ficción para contarlo desde un lugar íntimo, que es muy diferente. La diferencia es que lo personal no tiene rigurosidad artística, es simplemente el traspaso de una anécdota donde puedo encontrar los hechos y me puede conmover a mí, quizás al que está al lado, pero hablamos de los hechos. En cambio, en El Bululú lo vuelvo íntimo, por todo lo que encubre el relato de mi vida. Porque está cubierto de capas y capas y capas de cosas, de la cultura de mis viejos, del Siglo de Oro español, de lo que yo creo del teatro, de la escritura de mi esposa que es autora también, del trabajo de mis compañeros… Hay un mundo de intimidad creado con mucho trabajo que es el que yo defiendo desde la ficción. Muchas veces me preguntan si El Bululú es la realidad, y yo respondo: El Bululú no es lo real, es la verdad.
Y de esa verdad hacés dos funciones, una atrás de la otra. ¿De dónde sacás la energía para mantener esa intensidad?
El Bululú es como esas baterías que se cargan a pedal. Yo empiezo, empiezo, y la energía no se va gastando, va creciendo. Es tanto lo que pasa con el público que termino a veces como si tuviera demasiado aire, y necesito descargar en lugar de descansar. ¡La energía que se genera con el público es tal que termino y quiero salir a bailar!
¿La obra fue cambiando a lo largo de estas diez temporadas?
No. La pieza es la misma. Yo sí cambié.
¿La obra te cambió?
Sí, definitivamente. Estos autores, cuando se te meten adentro… no sos el mismo. Hay algo de estos autores que te levanta, te llevan a volar a un territorio del que no volvés igual. El trabajo de la palabra que tienen ellos no es sólo hechizante para el espectador sino que es transformador para el artista. Te metés a trabajar con fuego. Te quemás, y es tu decisión hacerlo. Es tu decisión quemarte en esas palabras de Federico García Lorca, es tu decisión quemarte en esos textos de Cervantes o de Lope de Vega. No volvés a hablar igual, no volvés a moverte igual. Si bien toda esta –llamémosle– destreza física yo ya la tenía, nunca la había usado con este fin. Y este fin eleva todo. Poner la destreza al servicio de contar algo tan íntimo para todos, para el público y para mí, y que sea revelador para mucha gente, ahí te estás quemando. La gente sale incendiada y yo también, yo termino prendido fuego. Sabés que te estás metiendo en un lugar que amás, de profundo placer, que para mí no tiene nada de torturante. Es como decir: me voy a meter a la parte honda de la pileta, aunque no sé nadar tan bien. Para mí que no sé nadar tan bien, estar en lo hondo y estar flotando es un milagro. Eso es lo que siento con El Bululú. Estoy ahí, con toda esa destreza física, pero absolutamente vulnerable. Esos textos son profundos en su gramática misma, ya ahí te proponen entrar en un túnel poético del cual no salís igual. Y a mí que me gusta disfrutar de la buena comida, cuando voy ahí me doy una panzada, salgo extasiado.
Este es un año especial para El Bululú, con el auge del Siglo de Oro en el 400º aniversario de la muerte de Cervantes. Ahora está en boca de todo el mundo, pero fue toda una aventura meterte con estos textos que, por lo menos acá en Argentina, están vistos como elitistas.
Es un error. Con esa mirada me llaman a veces de escuelas para ir a hacer El Bululú. Vilches hacía mucha escuela. Muchos actores vieron teatro por primera vez viendo El Bululú en la escuela. Las maestras querían que vean cómo él hacía esos textos, y hoy a mí me pasa lo mismo. La diferencia para mí es que este Bululú no son sólo esos textos. Entonces yo jamás iría a una escuela a hacer la obra, porque hay algo que quiero contar, algo íntimo, que no es el territorio la escuela, es el teatro. ¡Traigan a los chicos al teatro! Y así fue como empezaron a venir grupitos de escuelas a ver la obra. Y eso es genial.
Una vez dijiste que el unipersonal es un gran trabajo en equipo. ¿Cómo es esto que parece un oxímoron de un primer vistazo?
Cuando empezamos a ensayar, el Cervantes nos daba seis horas de ensayo diario durante seis meses. Yo estaba ahí seis horas ensayando, solo. Mi cuerpo estaba solo en escena. Pero tenía a Leticia [Gonzalez De Lellis], en la asistencia de dirección, a [Mauricio] Dayub en la dirección, Gabriela Fernández, con el vestuario, Pablo Rotemberg, con todo el trabajo físico, la escenógrafa, la asistente de la escenógrafa y el músico: todos venían casi todos los ensayos. Para hacer el de lindo Don Diego, quise trabajar con Gaby, la vestuarista. Y probamos de miles de maneras, hasta probamos hacer un enano sin piernas que se creía lindo. El Bululú tiene detrás fragmentos, capas, esquirlas de un trabajo en equipo. Cuando yo empiezo, lo que hago lo hago en representación de un montón de gente, que estuvo todas esas horas conmigo trabajando. Por eso el unipersonal para mí es un trabajo en equipo, el teatro es en equipo. El actor es sólo lo que está en escena, un medio, un medium para el espectador, aquello que une el teatro con el público, que genera el convivium como lo llama [Jorge] Dubatti. Pero sos un medio, no la estrella, no el centro donde converge todo. Tampoco El Bululú iría igual sin la gente de Timbre 4. Acá hay una cuestión con la producción independiente que genera difusión, producción, arenga, arenga, arenga, y vamos, vamos, vamos…
¿Cómo es este trabajo en el circuito independiente versus el circuito comercial?
En cuanto al trabajo en sí la única diferencia está en el método de producción. En los circuitos independientes todo se consulta, todo se trabaja, todo se va transformando de acuerdo a las necesidades del material. Se coordina, se busca la hora. Se conversa mucho. En un circuito comercial te encontrás ya con la decisión tomada. Tu trabajo es subir a escena y actuar. Y punto. No te metés en nada. Es tu trabajo, lo hacés. Pero no tiene las venas gordas que tiene el teatro independiente, porque la tracción a sangre que tiene el teatro independiente no lo tiene el circuito comercial, donde todo está decidido. Sin embargo el circuito comercial que se alimentó de muchos actores y directores del teatro independiente, adopta últimamente algunas costumbres.
¿Cómo cuáles?
Como consultar con los actores algunas cosas. Nada que interfiera en la ganancia. ¡Nada! Si hay una escenografía que hay que anular tres plateas, ¡no! Cortame la escenografía. Nunca la obra artística está por delante del fin comercial. Eso es lo que más espanta y lo que más se teme de esos circuitos. Que te traguen vivo. Pero en uno u otro lado, yo salgo y hago mi trabajo, y busco darle una experiencia mágica al espectador. No creo que ningún espectador, por más de que sean 1200 en la platea, merezca que esto sea un momento olvidable.
Si bien esta obra es la misma hace diez temporadas, siempre hay un juego con lo que ocurre. La función en que vinimos, por ejemplo, entró una paloma a la sala y luego hubo una pelea de gatos en el techo, y ambas situaciones las introdujiste en la obra como si fueran parte de tu texto. ¿Podríamos decir que la improvisación forma parte de tu proceso creativo?
Todo es improvisación.
Y aún así la obra no cambia hace diez temporadas.
Yo conozco mi rutina. Sé lo que voy a decir. Y ahí salgo a improvisar. La obra nunca es la misma porque yo entro a improvisar, yo siempre estoy ahí, espontáneo, por primera vez. Mi ímpetu, mi manera de hacerlo, es por primera y última vez.
¿Creés que es más un medio o un fin, esa improvisación?
Es un medio. Nunca es un fin. Aun un espectáculo de improvisación, que yo hice muchísimo, es un medio. Porque el fin último es el teatro.