Encarnación Ezcurra, la mujer de Juan Manuel de Rosas, la Negra Toribia, la olvidada, la callada.

Lorena Vega se envuelve en su piel y le da vida en un monólogo que repasa los pliegues de una historia tan ignorada como pasional. Sabe marcar el paso de esta danza revisionista que va poblando de matices al compás de los tambores, mientras nos lleva de la mano en un viaje a la memoria y al olvido. Entre luces y sombras, entre el movimiento y la quietud, La Negra Toribia nos captura estratégicamente con su ritmo, en su pulso vital y teje un relato hecho a la vez de palabras y de omisiones convenientes.

En el escenario hay poco, lo justo y necesario. Un cuerpo rodeado de cartas, que son el trazo de otro tiempo; un diván que narra sensualidad; y la música en vivo, aliada clave que pone en valor la actuación e inscribe en el plano sonoro aquello que se escurre entre las palabras, ese indecible que sobrevive y se vuelve historia.

Y hablar del trabajo de Cristina Escofet sería imposible sin mencionar la revuelta feminista que ha tomado lugar en el país (y el mundo) con tanta contundencia en estos últimos años. Mujeres empoderadas, que recuperan una voz silenciada durante milenios; mujeres de hoy, que son el pulso vivo de las narraciones futuras y que construyen desde la acción una nueva historia. Este es el momento en el que se inscribe la obra y es su materialidad la que nos extiende una invitación al pasado desde una perspectiva antes marginada, silenciada.

Yo, Encarnación Ezcurra es la negación de la elipsis, el signo reivindicativo que habilita otra lectura de esa mujer, sombra de su marido El Restaurador (y hasta de su hija Manuelita) en el tablero político rosista. Para fanáticos de la historia argentina, para espectadores ávidos de buena actuación, una perlita en la cartelera porteña que vale la pena ir a ver.