Un padre, que hizo lo que pudo, termina con su vida. El encuentro post-mortem de su familia, hasta entonces desperdigada, en su casita de la playa, pareciera ser el último momento disponible en su agenda ya inexistente que él les pudiera ofrecer para juntarse. Té (o whisky) de velorio de por medio, la situación, como el mar, avanza lenta e insistentemente hacia su fin.

La obra es una historia sencilla, un drama familiar sin mucho rebusque. La sazón de esta pasa por el guión y las actuaciones. Los siete actores en escena interpretan personajes interesantes de ver y de escuchar, incluso cuando se escucha la voz de uno en la boca del otro. Son personajes pensados, con historias que yacen por debajo de la primera capa superficial, y que se rastrillan de a poquito entre gestos no azarosos y pequeñas pistas en los diálogos.

Ignacio Sánchez Mestre escribe y dirige Para partir, y nos resitúa en una ambientación playera y marítima. Y digo “resitúa”, porque pienso en otras obras argentinas no muy distantes en el tiempo, que nos llevan al mismo lugar: El mar de noche y Todo lo cercano se aleja, son las que se me vienen en este momento a la cabeza. Casi me animo a empezar a pensar una necesidad de directores y autores contemporáneos de contar con el mar como metáfora de lo efímero, pero constante a la vez. Lo que se encuentra en redundante movimiento aunque siempre se queda ahí. Los personajes de estas obras (Roberto, el de Luis Machín y Gloria, respectivamente) son personajes en el limbo: ausentes en vida o presentes ya muertos.

Si volver al mar es retornar a la madre, y entonces morir (retomando las palabras de Juan-Eduardo Cirlot, citadas en el programa de Para partir), los autores/directores argentinos con este retorno temático al mar podrían estar queriéndonos decir algo sobre un clima de época de avance circular hacia la nada. Este tibio inicio de análisis, seguramente, se podrá continuar con más tiempo encima y mirando a la distancia, si el mar sigue estando presente en los teatros de nuestro país.