Hay una máxima que regodea la idea de que “el extranjero viene a decir a viva voz lo que nadie puede, pero todos quieren decir”, sin vestiduras ni pelos en la lengua, porque él se profesa ajeno a todo lo relacionado con aquellas tierras. Esta noción, que pareciera ser arrancada de una de las obras fundaciones de Albert Camus, no es más que una verdad poética. Pero ¿qué pasa cuando sucede lo contrario y es él quien retorna? ¿qué se puede y no se puede decir? Hay muchas narrativas que recorren la trama del regreso a casa, del retorno al hogar, de la vuelta al pago. Desde la parábola del hijo pródigo en las sagradas escrituras, pasando por la narratología del colombiano Juan Sebastián Cárdenas o alguna que otra película escrita alrededor de las letras de tango. La obra Matar a un elefante, del dramaturgo y director de cine Franco Verdoia, también recorre estas estepas. Pero eso es solo un puntapié, porque la pieza es mucho más.
La historia es concreta: Amadeo, un artista reconocido mundialmente, regresa a un pueblo situado en Córdoba tras un incomprensible traspié que provocó su debacle artística y, como en todo lugar donde la rutina agobia, la vuelta es toda una novedad y un suceso. Sin embargo, un hecho fortuito lo deja en el medio de algo comprometedor: han matado al elefante del circo y puede encontrarse en problemas. Así, y con tintes costumbristas, tragicómicos y grotescos, la obra avanza desenfundando temáticas que terminan de encasillar al protagonista en complicaciones y planteamientos cuasi existenciales como la amistad, el amor, los vínculos y los lazos fraternales, la enfermedad, el abandono y el desarraigo.
Hay una gran verdad, se dice que en la pérdida, sea física o no, no se pierde solamente lo que esa persona era para nosotros, sino también el lugar de falta que nosotros ocupamos para ella, lo que puede ser cada uno para el otro en el afecto. Esta es la vorágine que Verdoia eleva a sus personajes, el abismo que deben atravesar. “¿En dónde estabas Amadeo?”, le pregunta su entrañable amigo Julián, interpretado por Gerardo Serre, conformando un monólogo grandilocuente en el momento más álgido de la pieza.
Así, Franco Verdoia escribe y dirige con el corazón en la mano. Dispone al espectador a establecer una relación especular, del espejo tras el espejo, para enfrentarlo cara a cara con las mediocridades más mundanas, como cualquier sacudón brechtiano. Y lo hace de una manera sumamente perspicaz, volviendo a las herramientas que tan bien le han funcionado en un acto cuasi antropomórfico donde, en términos dramáticos, el animal brota en formato de metonimia (como en La chancha, película del 2020 y Late el corazón de un perro). Se puede decir entonces, que su obra está en dialéctica permanente.
En cuanto a lo meramente relacionado al lenguaje teatral, avalado también por sus cinco nominaciones a los premios ACE en la edición anual, es necesario resaltar el funcionamiento y la intención puesta en el uso del sonido en off desde que el espectador ingresa a la sala. Del mismo modo, la prolijidad, el oficio y el cumplimiento de las actuaciones (donde sobresalen Berenice Gandullo, Gabriel Carraso y Julieta Lastra), la aparición del color rojo y azul con sus tintes estéticos y dramáticos, y el dinamismo del guión con sus apagones etéreos pero certeros. Esto y muchas otras cosas más que quedan por descubrir.
En conclusión, Matar a un elefante todo lo envuelve, todo lo engloba, todo lo cierra. Recomiendo que asistan, que vayan y la vean. No solo porque hoy en día se puede disfrutar de manera gratuita, si no también porque el teatro es, en estos tiempos difíciles, un sitio donde resguardarse en medio de tanta bruma. Quizás el tiempo me dará la razón, algo se adelanta en mi para decir que las producciones de Verdoia se convertirán en grandes clásicos en muy pocos años. Porque una buena obra no debe ser de un tiempo, sino de todos los tiempos.