“Mi soledad abrazaba el dolor de los demás, hasta mi muerte…”
C.M.  (epitafio de Simone Weil)

De fragmentos y retazos están hechas, en general, las vidas. O al menos lo que es posible rememorar de ellas. Simone Weil nació a comienzos del siglo XX en una casa acomodada en Francia, pero su vida se desarrolló muy lejos de esa comodidad burguesa. Fue activista sindical, filósofa, luchadora de la igualdad y la justicia, obrera, judía de nacimiento, mística cristiana por elección y, sobre todo, fue una mujer profundamente comprometida con lo que creía, en un mundo que se lo hacía muy difícil.

En esta obra, Cesar Brie hace un homenaje a Simone y lo hace a través de una puesta en escena tan ascética como la vida que ella llevó. Una lección magistral de un teatro puro, a la vez simple y múltiple de sentidos, con ciertas reverberaciones grotowskianas, donde incluso queda lugar para las acrobacias.

En un cruce en que las palabras muestran y las acciones dicen, Florencia Michalewicz es Simone Weil. Manuel Vignau es el enfermero que la cuida, el padre que la cría, el hermano con quien juega, los obreros a quienes defiende, el titiritero que le da vida; es, en fin, el tejido simbólico necesario para que ella exista y se desenvuelva en un mundo armado para recrearla.

Con tizas sobre un pizarrón, un trapo mojado y algunos (pocos) elementos de vestuario, estos dos cuerpos tejen mundos en escena, y trenzan entre sí sus diferentes fragmentos.

César Brie se autoexilió de la Argentina a los 19 años. Hoy, con 54, vuelve una vez más de la mano de no una, ni dos, sino cuatro obras de teatro, peculiarmente itinerantes. Quienes no haya tenido el deleite de conocerlo, no se lo pierdan. No se van a arrepentir.