Sentada en un rincón de un antro de principios de siglo está ella: la fea. Como ocurría con muchas feas virtuosas en la época, ella toca la viola detrás de bambalinas en una orquesta de señoritas. Las otras, las lindas, simulan que son ellas las que tocan, enormes Chirolitas musicales en paños menores.

Como un Jorobado de Notre Dame moderno, la fea logra generar, desde las sombras de su escondite, un trance erótico a través de su música. Muy griego el asunto del goce estético y erótico, del poder dionisíaco, de la confrontación entre el mundo de lo visible y el mundo de las esencias.

En su pequeño rinconcito (porque la hermosa puesta recorta aún más el espacio de la salita de Boedo de Timbre 4), La suerte de la fea despliega su arte. Este texto de Mauricio Kartun llega a las tablas por primera vez de la mano de la dupla Ransenberg – Dulitzky. Un unipersonal y medio, porque a la interpretación de la actriz se suma la performance en vivo del violista (y no, no es un violinista) Fede Berthet.

En menos de una hora se degusta este pequeño bocadito de rencor. El “violín deforme”, obeso y torpe, con que se enfrenta a diario la violista se constituye en una metáfora de ella misma. Ella destila resentimiento contra su madre, su jefe, su viola, los hombres que no tuvo, su figurante en escena y hasta contra ella misma. Y lo hace a través de una contradicción tragicómica, alzándose contra y con esa famosa suerte que se supone que tiene. En un mundo signado por la belleza exterior, ser fea se convierte casi en un manifiesto político.