Mirta Busnelli encarna a Elsa, una lectora que “coquetea con la escritura” y siente un amor profundo hacia las plantas. Vive sola, es imaginativa, directa, demasiado honesta. Escribe -¿o inventa?- en su diario para no olvidarse de las cosas, charla con su empleada, interpretada por Constanza Herrera, una chica demasiado optimista, cleptómana, que “no retiene nada”. Elsa cada tanto se dirige al público, dice: “¿Está mal que le diga ‘mi empleada’?”. Entabla una amistad con un joven que corre alrededor de su jardín-biblioteca, El Chino, en la piel de Agustín García Moreno, quien confiesa estar perdido en la vida. Las relaciones que se establecen entre los personajes y los recuerdos de Elsa hacen avanzar la obra -a la vez que el detallado trabajo con la iluminación-, adentrándonos más y más en el universo de la protagonista.

El vínculo entre los tres es inusual. Por momentos, los dos jóvenes parecen -y se confunden- con los propios hijos de Elsa, quienes viven lejos y tienen otras vidas. Ella de algún modo los adopta, así como adopta a las plantas, las únicas que no pueden irse. Pareciera que necesita tener a alguien (o algo) qué cuidar. No es un personaje solemne, sino un poco melancólico, disfruta del recuerdo. Cansada de vivir entre cuatro paredes, Elsa echa raíces en su patio. Le gusta su soledad pero busca conectar con otros.

La obra de Ignacio Sánchez Mestre explora el paso del tiempo, la familia, el amor y la muerte. Por momentos se vuelve metateatral: Elsa dirige a los otros personajes, anticipa las acciones. Es especialmente destacable el trabajo de la escenografía, una pequeña selva doméstica, y la iluminación, que define las transiciones con fluidez y, no menos importante, belleza. 

Elsa es un personaje que a Busnelli le queda cómodo, sí, que no implica grandes riesgos, pero no por eso poco interesante. Es una obra empática, cómica por momentos, reflexiva. 

La savia, o sea, el líquido que nutre a las plantas y, al mismo tiempo, algo que da vida.