La historia puede ser real, o no. No hay manera de saberlo desde la butaca y hasta cabe preguntarse si realmente importa. Lo que sucede en el escenario es lo suficientemente real para contar la historia. Una prostituta escapa de su cafishio y deja atrás a su hijo pequeño, años después vuelve a buscarlo con la promesa de una vida mejor. La maldad del mundo retrata ese choque entre los que se fueron y los que se quedaron y cómo las partes del rompecabezas que antes encastraban fueron deformadas por el tiempo y ya no es tan fácil volver a armar la imagen completa.

Cada familia es un mundo, y cabe pensar que quienes forman partes de familias ensambladas, no unidas únicamente por la sangre, habitan en más de un mundo a la vez. La maldad del mundo cuenta la historia de Alberto, un adolescente a quien su madre, Célica, vuelve a reclamar después de abandonarlo y dejarlo al cuidado de otra gente. Este reencuentro está impregnado de la incomodidad y la dificultad de intentar juntar cosas que en algún momento encajaban, pero que el tiempo y la vida fueron moldeando por caminos distintos. A su vez, aflora la herencia que inmanentemente Alberto recibió de quienes le dieron la vida y que, de cierta manera, signa su futuro.

El escenario es la biblioteca del Centro Cultural Ricardo Rojas, un espacio tal vez no tan convencional que habilita una puesta poética y acertada. Prescindir del exceso escenográfico pone el énfasis en el trabajo actoral, que lleva al espectador en un viaje formidable.La dirección es impecable y saca el máximo provecho de todos los recursos que están en escena para que la obra sea inocente y potente a la vez. Y por si todo esto no alcanzara, el uso de un proyector para mostrar testimonios que parecen ser de la vida real cierran una experiencia teatral que emociona y mantiene cautivo al espectador.