La cuna vacía. La madre sufre al tocar la cuna vacía. Una vez y otra vez el manto se deshace en sus manos. Su boca se deshace en un grito que no se oye, que a penas se respira en la oscuridad. Lo que vemos podría ser un sueño, pero es una pesadilla, una danza rota.  Las madres, la injusticia, el poder, mecen la cuna vacía y el niño arrebatado es ausencia pura.

La escena como un rictus de horror. Los cuerpos despojados de su voz, hablan con gestos irreversibles. Esbozan con precisión y delicadeza sentidos como susurros ahogados, que dejan su marca y desaparecen. No hace falta atrapar los hilos, estos te atraviesan, queman, se esfuman y reaparecen. El dolor se materializa en los cuerpos, los actores encarnan con profunda belleza un dolor agudo. Cada espectador reverbera su pérdida, su lucha, su impotencia.

Fragmentada, la pieza avanza como espasmos sutiles. Acaricia y golpea. Chilla y calla. Sufre y ama. Suaviza y azota. Magia y látigo se trenzan al infinito en cada parpadeo. Hasta los muñecos lloran el recuerdo. La madre llora contra el olvido, repite insaciablemente un ritual donde esperanza y desesperanza son una y la misma cuna vacía.

Hace más de diez años que esta obra se gestó y perdura en su potencia inigualable. La memoria pide ser evocada, aúlla para no perderse en el vértigo del tiempo. Las atrocidades no merecen el olvido. La cuna se mece todavía en el corazón desgarrado y es preciso volverla a decir.