“¿Por qué esta tormenta y por qué esta parálisis de mis dedos?
¿Es una advertencia de las alturas para impedirme que escriba
y para que considere mejor a lo que me expongo
al destilar la baba de mi boca cuadrada?
Pero esta tormenta no me ha causado temor”
Conde de Lautréamont, Cantos de Maldoror

La única zona iluminada del escenario es un pasillo horizontal, delimitado por vallas de madera blancas y rojas. Cintas de plástico de los mismos colores con la palabra “peligro” unen las vallas. Las lámparas que cuelgan del techo crean un efecto de claroscuro en la puesta. 

Por ese pasillo caminan dos grupos de personajes que no se ven ni se escuchan. El espacio representa alternativamente la redacción del diario La Opinión fundado por Jacobo Timerman en mayo de 1971 y un despacho en la quinta presidencial de Olivos, ocupada por Alejandro Lanusse, el dictador de turno. J. Timerman va un poco a contracorriente. En medio de un auge de la no ficción, la crónica y las biopics, la dramaturga Eva Halac decide usar hechos reales para crear un obra que, según ella insiste, es ficcional y no apunta a lo biográfico ni lo histórico.

Irónicamente, la compresión ficcional aumenta el efecto de realidad. En una puesta que no busca la verosimilitud, los nombres y anécdotas tomados de la historia resaltan, y presenciar a Timerman confabulando con David Graiver y discutiendo con Abrasha Rotenberg va a causar un placer inimitable en cualquiera que los reconozca.

Por supuesto, el éxito de todo esto depende del elenco, de cómo encarnen a esos próceres del periodismo. Se destacan especialmente Guillermo Aragonés, un Timerman veterano siempre listo para dar cátedra, Cristian Majolo, impecable como el Graiver bacán y de intenciones inescrutables, y Muncio Manchini como Lanusse, con la prototípica arrogancia militar que empieza a tambalearse ante dudas sobre su poderío. 

También son fundamentales los contrapuntos que otorgan el “periodista estrella” Julián Sorel, revolucionario y trágico hasta la médula (y sí, con el nombre del protagonista de Rojo y negro de Stendhal), y Sánchez de Bustamante, el uniformado que acompaña a Lanusse y tiene los modos de un bufón shakesperiano.

El episodio representado es puntual: frente a la presión del gobierno, Timerman debe decidir si cerrar su diario “sin fútbol y sin fotos” o transar con los militares. Esta lucha tiene aspectos obvios y reconocibles: revolución versus dictadura, guerrilleros versus militares, libertad versus opresión. Pero a medida que transcurre la obra se revela la oposición fundamental: la pluma contra la espada, la escritura contra la violencia. 

Es cierto que La Opinión publica comunicados de los guerrilleros, cosa que irrita a los militares. Pero Timerman no los publica solo como gesto político, sino también para regalarle al lector “una experiencia erótica similar a ir al Museo de Arte Moderno de Nueva York”. Al revolucionario Sorel, Timerman lo edita hasta la humillación: le rompe las páginas, le dice que renuncie, le recorta las notas con total impunidad. 

Sorel no entiende los objetivos de Timerman, de qué lado está, por qué decide arreglar con la dictadura, por qué se rehúsa a cubrir fútbol. Desesperado e incomprendido, Timerman casi grita su credo atemporal: “Las personas civilizadas tenemos el privilegio de luchar contra la violencia. Para eso tenemos un diario. Para escribir. Es un privilegio de pocos que no se puede desperdiciar”.