Con la colaboración de su familia y amigos, la actriz Lorena Vega evoca en escena la imprenta familiar y entre máquinas, papeles, tintas y etiquetas nos emociona el amor incondicional que, a pesar de todo, tiene una hija por su padre.

Alfredo Vega tenía una imprenta y tuvo seis hijos, los tres primeros con la Negra. Y de esa primera camada es Lorena, la actriz que hace años deslumbra en escena con su interpretación en obras como Yo, Encarnación Ezcurra, La vida Extraordinaria y Todo tendría sentido si no existiera la muerte. La vimos componiendo personajes que generan mucha empatía, pero esta vez escribe, dirige y actúa una obra que nos hace reír y llorar con su propia historia de vida.

Es que cuando Alfredo murió, los tres hijos de su segundo matrimonio cambiaron la cerradura de la puerta de la imprenta y nunca más dejaron entrar a Lorena y sus hermanos. Y es duro. No sólo porque les corresponde parte de esa herencia, sino porque los ruidos y olores de ese lugar remiten a todos los recuerdos de la infancia.

Hace tiempo que en Buenos Aires nos encontramos con hechos reales en escena. Desde que la directora Vivi Tellas creó el Proyecto Biodrama, muchos artistas comenzaron a experimentar para pensarse en términos biográficos y documentales sobre el escenario, contando vidas de personas desde el teatro.

En Imprenteros, que este año formó parte de la programación del FIBA y presenta funciones itinerantes, vemos todos los recursos teatrales dispuestos en función de conocer la relación de Lorena con su papá. No sólo podemos escuchar su testimonio en primera persona, sino zambullirnos en esas vidas a través de fotos, la palabra de los hermanos, la madre, el tío, el video de la fiesta de 15 y hasta una coreo imprentera.

Si bien la puesta es modesta, la obra conquista por la delicadeza con la cual los eslabones de la máquina teatral recrean la imprenta. Los papeles, grabaciones, folletos, capturas de pantalla de whatsapp, tintas y fotos se amalgaman de una manera que nos trasladan a todos a ese galpón del conurbano, como si fuéramos parte de una familia, que, como todas, es entrañablemente disfuncional.