Cuerpos enlazados, mezclados, respirados, agitados, que se mueven y se vuelven a encontrar. Historia de mujeres interpretadas por cuerpos de hombres, la trama pasa a un segundo plano y todo se vuelve arena de disputas, lamentos y suplicios.

Una gurisita quería ser mujer a toda costa, le reclama al Todopoderoso por no haberle regalado los dos senos que por excelencia le hacían falta. Una criada que se entrega en cuerpo, mente y alma a un gaucho sucio e inmoral. O al indio. O a todas las demás. Gurisa es un relato gauchesco moderno llevado al extremo, porque mezcla Pampa húmeda con las luces en las paredes que terminan siendo parte del vestuario. Porque pone en un mismo escenario un fardo de paja y la cuestión de género que aparece por todos lados: en la historia, en los diálogos, en los vestuarios, en las voces y sobre todo en los cuerpos. Lo femenino se repite, es el elemento que unifica el relato durante los sesenta minutos que dura la obra.

Son historias sueltas, que pueden enlazarse en un paquete y cerrarlo con el moño del género. Todas hablan de amores, de rabias y de injusticias que tienen que ver con los status: las clases sociales y las clases sexuales. Porque, como dijimos, la cuestión de género desborda por toda la obra, sí. Pero también aparece la sexualidad, como una imagen, como disputa entre los personajes cuyos deseos y placeres se hacen explícitos en más de una escena.

Los seis cuerpos masculinos, con acertados vestuarios femeninos hechos de trapo de piso y telas sucias, bastan para llenar el ojo del espectador de una fuerza vital pocas veces experimentada desde la butaca. Gurisa es una parodia gauchesca del drama de las mujeres que solo existiendo en este escenario y con estos cuerpos, logran que los límites del género se expandan.