¿Cómo se sostiene la pasión por un oficio artístico en el tiempo? ¿Cómo se completa el hecho artístico con la mirada de nadie? En El último espectador, Manuel Vicente se planta frente a una audiencia que lo rodea por casi todos sus frentes. Él juega con estos, o nos da la espalda libremente para servirse un trago en un bar vacío desde el que nos interpela. Interpreta a un director de una compañía teatral itinerante de los años ’40 que ya se ha ido desperdigando y que no supo correr con la misma suerte en audiencia.

Con su relato incesante, nos lleva a los comienzos, medios y finales del grupo y nos evoca a sus integrantes, con sus ademanes y voces particulares. Nos cuenta sus historias, actuando a sus protagonistas y reflexionando, a su vez, sobre el quehacer teatral. Las referencias abundan: desde Barletta hasta Ibsen, los han probado a todos. Todo esto se cuenta hilvanado por estrategias discursivas propias de un dramaturgo: “pausa dramática”, “mutis por foro”. Este director está tan profundamente atravesado por su profesión que no puede hablar desde otro lugar. Encuentra teatralidad en cada paisaje remoto de su gira teatral. El último eslabón de una compañía ya inexistente, encuentra hacia el final de una de las muchísimas giras al último espectador para ofrecerle un monólogo.

La reflexión metateatral toca su punto álgido cuando cuenta que uno de sus integrantes decide abandonar la compañía por una oferta irrechazable para hacer Othelo en el Teatro del Pueblo, y al despedirse le dice al director: “Ya vas a llegar”. La nostalgia es el elemento constante en la actuación de Manuel Vicente, que se mueve cómodo por todos los personajes que intenta reivindicar, sabe ofrecerle a su público real un momento ameno de repaso histórico del Teatro Argentino y nada menos que en el histórico Teatro del Pueblo. Los aplausos de pie hacia el final agradecen su entrega total, desde un lugar de amor por y hacia la profesión.