En el Cabaret de los Hombres Perdidos  hay dos destinos:  Destino con mayúscula, interpretado por el mítico Omar Calicchio, y otro que es el de Dicky, un joven con sueños de estrella que llega al cabaret buscando refugio de una patota que acaba de molerlo a palos. En ese local turbio y pesado, y con la participación de El Barman y Lullaby, Dicky aceptará ver lo que le depara el futuro, aún sabiendo que el éxito que le ofrece Destino tiene fecha de vencimiento y que no hay nada más agrio que la fama ya expirada.

Roberto Peloni, depilado y vestido de mujer, da cátedra de talento y técnica en el papel de un travesti que, irónicamente, en un momento de la obra se cuelga de un travesaño y exhibe unos músculos que harían fruncir ciertas partes de la anatomía de algunos que se la dan de machos.

Con un humor negro, turbio e hilarante, la obra cuenta una crónica de un garrón anunciado; ese deseo de fama que tiene Dicky que sólo puede llevarlo a lo que todos sabemos pasa con aquellos que tocan el cielo con las manos y caen desde la altura. La caída es entretenida, al menos para el espectador, pero es darse contra el piso lo que mata.

Y es después de ser testigos del impacto del joven y sus ilusiones contra el suelo duro y frío que vemos que se le ofrece otra opción, otro destino, uno sin dársela contra el piso… pero uno en el que a tocar el cielo nunca llega. Y Dicky, como tantos otros antes que él y como tantos otros que vendrán después, debe elegir entre dos cosas que no le terminan de cerrar. Y la función, como Dicky, debe terminar.