La versión original de esta nota fue publicada en La Agenda Revista
Una obra que empieza con una casita caminando con bucaneras y nos hace viajar directamente a la infancia, tal vez a ver en VHS La Bella y la Bestia y su escena icónica del baile de los objetos: la cena de bienvenida donde el castillo cobraba vida, las cosas se humanizaban y celebraban iluminando todo.
Bardo es en el barrio de Chacarita y no solo está la casa con patas, sino también una alfombra persa que se mueve como otros tantos elementos gracias a la interacción inusual de seis personas con diversos materiales. “Es una obra de danza que a partir de pruebas indaga en ficciones que van de lo berreta a lo onírico. También es una forma de hacer que los cuerpos se reencuentren, de habitar el delirio, el dolor y la alegría”, cuenta desde la creación, co-producción y dirección Corina Wilson, el grupo de experimentación escénica conformado por Quillen Mut, Victoria Castelvetri, Ana Inés García, Brenda Lucía Carlini, Virginia Leanza y Milva Leonardi. Corina Wilson también es el nombre artístico de la tía abuela de la última de las performers, una mujer que invocan y aprendieron a amar sin conocer.
Su historia, una ficción que tiene mucho de verdad, quedó plasmada en la producción audiovisual que presentaron durante la pandemia: La verdadera historia de Corina Wilson. En esa pieza, que está disponible en YouTube, remarcan que Corina nació. Hija del deseo de la exposición, se mostró desde chiquita en todo espacio que la quisiera ver en Bustinza, provincia de Santa Fe. Se la recuerda como la artista del pueblo que fue niña buena, adolescente rebelde, adulta sacra y vieja loca. Su primer contacto con el teatro fue una obra de títeres en la plaza. Años más tarde se autoproclamó primera vedette del pueblo y se tomó el trabajo de que todos tuvieran su autógrafo. Indica el relato que la primera vez que entró a un escenario tropezó y, lamentablemente, luego brilló por su ausencia en todos los catálogos de grandes actrices argentinas. De todo esto no sabemos qué es verdad y qué es ficción. Lo que sí es comprobable es lo que hicieron un grupo de chicas que se conocieron en la UNA, dos generaciones después, al fascinarse con su nombre: lo eligieron para empezar en 2018 el camino de trabajar juntas, producir prácticas y pensamientos.
Corina Wilson aborda la danza, el teatro, la performance y las artes audiovisuales, creando obras en colaboración con artistas de distintas disciplinas como el cine, las artes plásticas y la literatura. En el marco de la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires 2019 desarrolló su primer espectáculo, Éxtasis y demonios, que participó del FIBA. En 2020, el impedimento de contacto con el público y la idea del falso documental la llevó a hacer una obra en formato audiovisual; luego hubo más cortos y más puestas. “Corina Wilson es una gran confusión”, nos confiesan. Actualmente, ese mismo bardo es el que sube a escena.
Bardo se planta como un espectáculo completamente artesanal. Desde el inicio el planteo es original, ya que al ingresar a la sala recibís un sobre blanco. ¿Una carta? El pedido es que no lo abramos, sino que esperemos, que el contenido es parte del show. Mientras nos sentamos, pareciera que están armando la escenografía y nos advierten que la concentración es muy limitada, así que mejor hacer silencio y observar. Una mujer vestida con una bata de toalla verde duerme y hace barquitos de papel. Aseguran un sanguche en escena. ¿Cuántos son los que están abajo de esa alfombra? No hay un centro, sino muchos estímulos sonoros y visuales que dispersan y convocan por igual. Todo puede ser muy relajante si se logra soltar por un rato la pretensión de entender y nos dedicamos a percibir.
Como actor invitado se distingue Gastón Santos y componen juntos ficciones que ellos mismos comparan con un capítulo de Art Attack, el programa de televisión de los noventa que se caracterizaba por invitar a crear piezas de arte a partir de la reutilización de objetos y materiales sencillos. Embudos, canastos, mangueras, infladores, guantes de látex, sábanas y telas de distintos colores dialogan con voces y cuerpos en situaciones bizarras que no elaboran la narración que solemos esperar como espectadores. Todo el tiempo se ve el mecanismo, el cómo, el procedimiento, como si no tuvieran nada que ocultar, como si quisieran que sepas que producir artes escénicas en Buenos Aires es difícil y también que lo colectivo, hacer en grupo, convierte al bardo de la propia vida en algo menos hostil.
Nos enfrentamos al lío, al despelote, al descontrol. La obra nos desafía. ¿Cuán dispuestos estamos a mirar sin esperar un número musical bien arriba que le de un remate a la función? Corina Wilson explica que en la historia antigua del continente que se ha empecinado en conquistar el mundo, “bardo” es un estado de transición. Y que dentro de esos estados hay uno que comienza desde la concepción hasta el último aliento, cuando la corriente mental se retira del cuerpo.
En tiempos de “sálvese quien pueda”, Corina Wilson ejerce el arte de sostener una comunidad escénica en el tiempo y abierta a la prueba, que pueda modificarse según sus intereses y ganas. En Bardo, el grupo invita a que seamos partícipes de ese desorden, juntos, tirando para el mismo lado, para recordar una vez más que la magia del teatro funciona como resplandor de su época.