La narradora, dramaturga y ensayista nos recibió en su casa de Don Bosco, una pequeña ciudad apacible del Conurbano bonaerense a quince minutos del Obelisco. En este caserón flanqueado por dos vastos jardines, dos pastores belgas ladran interrumpiendo el canto de decenas de pájaros, mientras Griselda Gambaro los tranquiliza con un movimiento de su brazo. Leyenda viva del teatro argentino, Gambaro es, sin lugar a dudas, una figura ineludible de la literatura latinoamericana. En coincidencia con su cumpleaños número 90, Farsa Mag también celebra junto a ella los cincuenta años de la publicación de Una felicidad con menos pena, su primera novela. Y además le preguntamos por su compromiso con los derechos de la mujer, compromiso que atraviesa toda su obra.
Acaba de cumplir 90 años, ¿cuántos de ellos dedicados a la escritura?
Y creo que toda la vida. Ahí sí que no hubo momento de indecisión. Yo pienso a veces que para mucha gente es difícil porque no se deciden si les gusta más el teatro, la pintura, la música o no tienen vocación y no saben para donde ir. No se inclinan por nada. A mí, por suerte, no. Yo tuve la visión muy clara de lo que quería hacer, aún desde chiquita. Era la alumna ejemplar que escribía los discursos en la escuela primaria (risas).
¿Recuerda el primer texto teatral que escribió?
Sí, me acuerdo de algunas piezas pero ya ni me acuerdo de qué trataban. Escribí una sobre (Vincent) Van Gogh y era un desastre (risas), otras que rompí inmediatamente después de escribirlas. Y después fui aprendiendo el oficio viendo teatro, leyendo y escribiéndolo. Ahora no leo tanto teatro, leo más novelas, ensayos, cuentos, historia, biografías.
¿Cuáles fueron sus maestros del teatro?
A mí me pasaba que cuando me gustaba un autor trataba de leer todos sus textos. Por ejemplo, (Armando) Discépolo y (Luigi) Pirandello. Además, leía los libros que editaba Losada, que tenía una colección de teatro muy valiosa, como la tenia Sudamericana en su momento. Había sacado todo lo de (Antón) Chéjov y de él leí todo. En ese momento había muchas posibilidades para comprar esos libros porque eran editoriales fuertes, hoy tiendo a pensar que son meras empresas comerciales. Y antes se sostenían como empresas pero ejercían una labor cultural muy profunda. Se leía mucho y se publicaba mucho teatro en aquellos años.
Hablando de su obra, en su narrativa se observan muy pocas líneas de diálogos, son casi inexistentes. Siendo usted dramaturga, ¿a qué se debe?
Nunca lo había observado, pero tenés razón. Yo creo que tiene que ver porque la cabeza o la sensibilidad se pone en otro lado: en la narrativa, por lo general, es la primera o la tercera persona la que cuenta. Pero tampoco me acuerdo mucho porque no suelo leer mis novelas (risas). Sin embargo, el otro día volví a leer el cuento Lo mejor que se tiene y no tiene diálogos. Al mismo tiempo pensé, como si fuera otra persona, “qué bien escrito está” (risas). Los autores podemos ser muy vanidosos pero al mismo tiempo cuando uno se puede distanciar o le parece que se distancia y mira los trabajos viejos y los encuentra que están bien hechos, es una alegría. A veces alguien me elogia una obra y yo le pregunto “¿Era tan buena?”. Entonces ahí voy y la busco para releerla. Sino, no, porque para mí no es bueno estar sobre los textos viejos, salvo para tener un estímulo y ejercitar un sentimiento de vanidad. Estoy más en el presente, aunque mi presente sea corto… Yo antes empezaba una novela, por ejemplo El mar que nos trajo, que me llevó no sé cuántos años, no le encontraba la vuelta, decenas de páginas que después no usé, pero ahora no tengo más tiempo, tiene que ser todo inmediato.
¿Suele ir a los estrenos teatrales de sus textos?
Sí, al principio los directores -y no digo directoras porque había muy pocas o directamente no había- eran renuentes a una presencia. Incluso los actores se sentían molestos por esa presencia, sentían que los juzgaba. Y a mí me interesaba ir a los ensayos porque aprendía.
Recién habló de la poca cantidad de mujeres que había en el teatro cuando usted empezó. ¿Cómo ve hoy a la mujer en el teatro?
Ha cambiado muchísimo con respecto a esos años. Hay casi una paridad. Eso viene de la mano de la lucha de las mujeres por conseguir derechos. Antes había poca conciencia sobre este tema. Mirá lo que fue Teatro Abierto, un evento importantísimo donde se estrenaron tantas obras, alrededor de veinte, todas escritas por hombres excepto tres. Yo como que no era consciente tampoco de eso, me metí de prepo, presentaba una obra y me metía. Las mujeres ahí solo hacían tareas administrativas, algunas actuaban y nada más. Hoy el cambio es maravilloso, sobre todo en las más jóvenes. Eso es muy lindo.
¿Qué significa el teatro en su vida?
Es algo que pasó por mi vida y que fue muy estimulante y cálido. Si yo en esa época en la que escribía teatro pensaba en cuál era mi familia, definitivamente mi familia era la gente del teatro, no la de la literatura. Con la gente del teatro me conecté muy amistosamente. Tuve más gente para amar en el teatro.
¿Se considera una dramaturga por encima de narradora? ¿Cuál es su opinión con respecto a las adaptaciones que hicieron algunos directores sobre sus obras?
No, las novelas me llevan más tiempo y parecen que son más mías. Es decir, en mis novelas nadie puede meter sus manos para hacerme enojar (risas). Ese es el egocentrismo que tenemos los autores. Hubo algunos directores que necesitaron expresarse más y a veces cambiaron los textos. Si cambiamos para bien, lo acepto. A veces veo que agarran un Shakespeare y dicen “No se puede hacer como se hacían” y lo cambian todo. Pero como dije, si cambiamos para bien, sí. Nada es sagrado en el teatro. Me acuerdo que (Alberto) Ure me cambiaba cosas. Su versión de Puesta en claro, que yo la había pensado como una pieza realista, más baja de intimidad, él exasperó todos los sentidos, las actuaciones y salió genial lo que hizo. Pero, por lo general, los directores no tocaron mis textos.
¿Cuáles cree que fueron sus hitos en el teatro?
Realmente yo creo que el teatro fue muy generoso conmigo, ¿no? Porque hubo obras que gustaron mucho. Fue más difícil el comienzo, con El desatino, Los siameses y El campo. Todas esas obras tuvieron un proceso de adaptación al público difícil. Pero después que me fui haciendo como un nombre, no sé si eso es para congratularse, pero ya había público cálido que me apoyaba, que venía con interés a ver las obras. Hubo obras que golpearon muy fuerte a algunas personas, y lo que decían era muy grato. Es decir, estaba moviendo algo. Incluso iba a los últimos ensayos de algunas de mis obras y veía la cantidad de gente que se movía por eso: vestuaristas, acomodadores, iluminadores, todos alrededor de ese fenómeno. Todo eso a partir de algo que yo había escrito. Y me decía a mí misma: “Bueno, di trabajo”.
¿Cree que el teatro es transformador?
A mí me transformó. Pero todas las cosas que están a nuestro alrededor y que tienen que ver con el arte siempre nos mueven, nos conforman, nos hacen. Y yo que soy grande, pienso, si no hubieran estado los libros hubiera sido una persona completamente diferente. Hay cosas que están, por ejemplo los árboles, las plantas, el mundo vegetal, el mundo animal… qué lindo que esté, que uno lo pueda gozar. Y lo mismo me pasa con el teatro: el teatro es un animal gregario que nos da tantas cosas y que nos quiere, nos alecciona.
En la última edición del Festival de Teatro de Rafaela surgió una polémica a partir de la obra Dios, de Lisandro Rodríguez. ¿Qué opinión tiene al respecto?
Hubo épocas en que a nadie se le ocurría pensar el militarismo o hablar sobre el Ejército. Incluso ahora uno sabe que, por ejemplo, se insulta al presidente. Lo que pasa con todo esto es que somos pacatos. Se permiten cosas terribles por la televisión y de pronto no se permite una palabra determinada. Un seno no se puede mostrar pero sí cuerpos completamente desnudos en horario para menores. ¿Qué es eso de horarios para menores? La pornografía está en otro lado, está en la miseria. Siempre el arte es invasivo, lo que uno quiere decir tiene que invadir, sino no podés hacer nada. La libertad de expresión la tiene que tener cada uno, y pienso que esa cosa de censurar está casi en la naturaleza humana. El teatro puede funcionar en muchas direcciones, una es la de sacudir sobre procesos personales, políticos o también puede ser una manifestación ética.
En plena dictadura, censuraron su novela Ganarse la muerte, ¿sufrió otro tipo de censura?
No, pero una vez me censuraron una frase en el Teatro San Martín, una frase de la obra Nada que ver. Un personaje decía “Puede llegar a Almirante, comandante”, algo así, y me la tacharon. Fue en el año 1972. Con Ganarse la muerte fue otro tema, porque fue en plena dictadura. Ahí fue mediante una exposición, un coronel la había leído y mencionaba todos los puntos en donde la novela “atacaba” la familia, la religión, el estado. Me había encontrado todo y lo justificaba con frases en un apartado. ¡Muy bien! (risas). Era un estudio que lo tuvo que haber hecho un profesor de Letras porque estaba muy bien hecho el análisis.
¿A raíz de eso se tuvo que ir del país?
Me fui por eso pero también por otras cosas. Acá había mucho miedo. Tener una obra prohibida cortaba toda comunicación con el público, no te hacían entrevistas y tenía muchos amigos que se estaban yendo, tenía miedo por mis hijos. Y llegó un momento que ya no podía hacer nada. Entonces decidimos irnos con toda la familia. Fuimos a España, porque en Barcelona teníamos amigos muy cercanos y fuimos a buscarlos. Fue raro porque nos reencontramos con amigos que habíamos despedido con abrazos y lágrimas y a los seis meses nos reencontramos pero en Barcelona. Ahí escribí la novela Dios no nos quiere contentos.
¿Escribió teatro en el exilio?
No, es singular porque nadie me conocía allá y debo decir que España, de los países de Europa, es en el que menos se han dado mis obras. Tampoco hice ninguna gestión para hacer algo de teatro allá. Y lo que me pasaba es que no sabía para quien escribir. ¿Para el público español? No tenía una relación para que fuera mi público.
Una vez escribió “la escritura teatral es una escritura agresiva”. ¿A qué se refería?
Y creo que dije eso porque si hablás bajito nadie te oye (risas). Al igual que en la narrativa, en teatro hay un autor que está contando la historia, pero está corporizada, en teatro se visualiza. En cambio, en la narrativa no se visualiza de esa manera. A mí me gustaba más la narrativa, pero las mayores satisfacciones las tuve con el teatro.
De esa escritura agresiva se ve bastante en La malasangre. ¿Podría contarnos cómo surgió este clásico del teatro argentino?
La malasangre fue un encargo que movilizó Soledad Silveyra. Una productora me compró los derechos de una obra a escribir y que iba a ser La malasangre. Empecé a pensar qué obra podía funcionar para Soledad y surgió. No te puedo decir cómo, pero se ve que estaba metida en el ambiente: salíamos de la Dictadura, estaba todo muy en el aire. En general, cuando escribo, los temas de las obras se me ofrecen, no los busco. Los ofrece la sociedad porque tiene la necesidad de oír, que la literatura o la música se ocupen de ciertos temas. Y así salió La malasangre como otras de mis obras. Me maravillo de que La malasangre se siga haciendo y me pregunto “¿debe tener sentido seguir haciéndola?” Y probablemente sí debe tenerlo.
Siempre se manifestó a favor de la ley del aborto, ¿cuál es su opinión con respecto al movimiento feminista y el resultado de la votación en la Cámara de Senadores?
Desde que empecé a publicar siempre defendí la ley del aborto. No es que me ocupaba de eso en particular, pero apareció el tema en algunas de mis obras. En Penas sin importancia hay un personaje que está embarazado y el marido es un tiro al aire. Y entonces él le pregunta si está contenta con el embarazo y ella le responde “Los dos estamos embarazados”. No me acuerdo exactamente cómo dice. En De profesión maternal también, es una madre que no quería tener ese hijo. Era una madre demasiado joven, quería hacer otras cosas antes de ser madre. Es decir, que hace tiempo que el tema me preocupa. Me entristeció el resultado en la cámara de Senadores, porque son gente inculta, muy poco preparada para lo que deben hacer, para lo que deben reflexionar. ¡Esos senadores son los que nos dan las leyes! ¡Es penosa esta clase política! Hay senadores que no van a las sesiones, o senadores que no leyeron el proyecto de ley. ¡Es inverosímil! La situación político-social de la Argentina pide mucho aguante.