#FarsaPorElMundo: La lengua abreviada

Llego a Barcelona. El sol es un manto dorado que pigmenta el paisaje. Brilla y se traga a sí mismo. Las calles, rayos intermitentes, se estiran desde las minúsculas plazas que orbitan la ciudad. El amanecer está vaciado de cuerpos. Las sábanas chorrean sombras desde los balcones de cerámicas troceadas. Aplicaciones ornamentales fragmentan el horizonte. No hay personas, no hay chatarras ni desperdicios. Las palomas se mastican a sí mismas. En el suelo, las alas blancas de las gaviotas anuncian el destripamiento.

¿Llegaste?, pregunta mi mamá. Creo que sí, respondo. Escribe una risa cómplice. Seguida de un qué rápido. Le mando una foto de mi sonrisa. Me responde con un selfie en la que apenas puedo ver sus ojos azules desbordando las antiparras, la máscara plástica y el doble barbijo. En el hospi, subtitula y puedo imaginarla frenando su caminata atolondrada para sacar la foto. No me dice nada, pero minutos antes un paciente clavó sus dientes de leche en el antebrazo de mi madre, la sangre fresca mancha su guardapolvo blanco. 

¿Cómo se vive, se trabaja y se protesta en una gran ciudad? Es una de las preguntas que arroja el Rimini Protokoll en Urban nature, una instalación performativa que montan en el Festival Grec.  ¿Cómo se vive, se trabaja y se protesta en una gran ciudad?repito en voz baja. 

Lleg pacent. Dps hy march x suelds vacions y resi. Disfruta Luri. 

Mi mamá me tiene entrenada en el desciframiento de las abreviaciones que llegan junto a sus pacientes. Entiendo que ese día va a marchar por el aumento de sueldos para les trabajadores de la salud pública, a quienes además les retiraron las vacaciones y los días de estrés. Puedo ver cómo sus rulos negros se levantan con el viento entre las banderas mientras ella sonríe y escucha. Quizás a une concurrente, quizás a una enfermera, quizás a un niño que se enchastra las manos y le habla de su chocolate. En su mensaje mi madre no abrevia el disfruta y se encarga de escribir mi apodo familiar Luri que, sentada en la butaca roja del Teatro Lliure, se resignifica: Luri, Lliuri, LLiure, Libre en catalán. Gracias mami. 

¿Cuál es el grado masivo de desigualdad que podemos tolerar?, continúa el Rimini Protokoll. Posiblemente me haya perdido una centena de oraciones, todavía estoy adaptando mis ojos al encierro de la sala oscura. Es difícil ver teatro cuando hay un mar rugiendo sal a pocos metros. ¿Cuál será le protagonista capaz de apartar mi mirada de la espuma? ¿Qué texto logrará la intensidad de aquel azul rocoso? ¿Algún instrumento podrá interferir entre las olas rompiendo sobre mi cabeza?

¿Cómo logramos convivir?, insiste el Rimini en un televisor gigante que arroja preguntas. Intuyo que debería responderlas mentalmente pero el tiempo para hacerlo está técnicamente estipulado. Suena una alarma ensordecedora y nos obligan -a mí y al rebaño con el que comparto la experiencia Urban nature– a marchar. No hay rulos al viento ni enchastres chocolatosos, solo flechas y señales luminosas que debemos seguir obedientes. Un paso en falso podría alterar la relojería alemana de la instalación. 

Mis compañeres levantan el brazo derecho al unísono y registran el recorrido con sus celulares. Selfie con el televisor gigante, selfie con la flecha fluorescente, selfie con la proyección de la fuente de una plaza. Espío mi teléfono. Tengo un mensaje. Mi dramática moral no me permite abrirlo durante la función. Circulamos por el espacio. Nos detenemos en las distintas postas, ocho habitaciones que en un rico ($) despliegue escenográfico recrean algunos de los espacios de cualquier gran ciudad contemporánea:  una plaza, el bar de un aeropuerto, la habitación de una residencia, una oficina con cancha de tenis, una cárcel, el living de una casa, un indoor de cultivo.

Pienso en el Abasto. En el Museo de los niños con sus pequeños bancos y supermercados, su McDonald’s miniatura y el gigante inodoro. Sacar plata, comprar golosinas, gastar todos nuestros ahorros en comida chatarra y terminar adentro del inodoro gigante, peleando por ser la mierda más grande. ¿Había metáfora? ¿Y ahora, veinte años después, en esta recreación primermundista lego style, hay metáfora?

A la propuesta no le falta el distintivo soporte tecnológico que la termina de rankear entre las obras más innovadoras de la era. Un integrante del grupo de espectadores asignado previamente sostiene una tablet en su mano y obedece el recorrido paralelo que esta le propone con el fin de recrear los movimientos que ejecutan los personajes proyectados. Dispositivo distópico despótico. Voces en off narran las virtudes de la aplicación Uber, suplican que no abandonemos las ciudades y explican los beneficios de la concentración. El recorrido finaliza cuando llegamos a un espacio vidriado desde el cual podemos espiar, simultáneamente, todos los espacios antes recorridos.

Un nuevo grupo comienza su travesía y no tenemos más opción que mirarles sin que elles sepan que están siendo observades. Preferiría no hacerlo. Pero aquí estoy, espía obligada, en la etapa final de esta artistic escape room. Me queman los ojos. Me arde la cabeza. La reproducción asfixiante de la vida en las ciudades contemporáneas todavía podía guardar el derecho a la metáfora. Pero el panóptico nunca es metáfora. 

Salgo. Me siento en el borde de una fuente en la plaza. A mi lado, una gaviota picotea el cuerpo desgarrado de una paloma. El gran pico la rescata del hundimiento solo para poder tragarla.  De a bocados. Mastica y deja caer. Ocho veces. Mastica y deja caer.  Mastica y deja caer. Cuando el pájaro blanco sacia el hambre,  abre sus alas grises y vuela en dirección al mar. Me aproximo. Un manto de plumas sueltas recubre el agua roja. Saco un foto con los párpados. Leo aquel mensaje: q lindo volvr a marchr.  Q tl la obr?  Mando la foto. Sonrío, mi madre lo hizo de nuevo, lindo es lo único que no abrevia. 

Barcelona, 24 de julio 2021

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