DRAGÓN: ¿TENEMOS FUEGO EN LA BOCA O NI SIQUIERA TENEMOS VOZ?
Es sábado, son las once del mediodía y por suerte salió el sol. Un cuervo se reposa sobre un semáforo y entrecierra los ojos y como que bosteza y después se va a otro semáforo y mira toda la ciudad desde arriba con esa soberbia que constituye la existencia de estos pajaritos carroñeros con los que convivimos cada día en Berlín. Por la avenida Kurfürstendamm caminan unas señoras muy paquetas con cara de por dios qué espanto mientras un chico se inyecta heroína en el pórtico de un local Gucci donde el par de anteojos de sol más barato no baja de los 500 euros. Un hombre que no durmió se baja del asiento de copiloto de un BMW y mea en la pared de atrás de un restaurante italiano atendido por turcos. En la boca del subte una chica hace una versión para violín de la canción más conocida de Adele. La sincronía de las cosas es tal que dudo poder estar viéndolo todo al mismo tiempo. Lo cierto es que estoy llegando bastante justo al Schaubühne para una lectura de DRAGÓN, la última obra de Guillermo Calderón, que se estrenó en 2019 en el Santiago a Mil, festivalazo de teatro en Chile.
La lectura es completamente en alemán y sin subtítulos: detalle clave para entender la relación entre les autores latinoamericanos con las editoriales, distribuidoras y teatros alemanes. Hacia el final voy a extender un párrafo para este tema pero vayamos por partes. En escena hay tres personas alrededor de una mesa blanca, a su costado un auto rojo de juguete, del techo cae una tela rosa fluorescente que cubre todo el fondo. El grupo de performance DRAGÓN se junta en un café de Santiago y planea la vuelta al ruedo: tomar las calles, intervenir con ímpetu y furia la vía pública, hacer explotar algo en una galería de San Pablo, simular sus muertes en La Plaza Italia, organizar una falsa revuelta trabajadora y etc., etc., etc. Todo el tiempo en un tono muy sarcástico y linkeando con experiencias performativas de los años setenta y ochenta como las del poeta Raúl Zurita, la obra se plantea sin ruedos la pregunta por la creación: ¿Para qué seguimos haciendo lo que hacemos? ¿Para quién? ¿Desde qué lugar? Estos tres creadores privilegiades -pero con supuesta conciencia de clase- van tirando ideas para su nueva performance. En cada intento por esbozar una obra con “sensibilidad social”, cometen indefectiblemente actos de habla racistas, clasistas y patriarcales. En un momento, uno de les tres dice algo como: “no podemos hablar de nada porque no somos negros”. Y otre le responde como: “sí que podemos, lo que no podemos es hablar de los negros”. Y allí entonces, entre lo absurdo, lo ácido y lo desagradable, divagan por una difícil disyuntiva: ¿Cuáles son aquellos temas en los que no debería indagar la clase media privilegiada de las artes latinoamericanas?
Hay mucha tela para cortar sobre esto pero lo cierto es que muchísimas autoras y autores de la escena -argentina y latinoamericana en general, y ni hablar la alemana- vuelven frecuentemente a temas para con los que sus cuerpos y sus realidades cotidianas tienen una distancia insalvable. No sólo Netflix o HBO hacen series estereotipando y hablando en nombre de lo completamente desconocido sin ningún tipo de vergüenza, hay un montón de ejemplos de esto mismo en las salas del teatro independiente, las públicas y todo lo que de estas se derrama. “Todo el mundo puede reflexionar sobre cualquier tema, y atenerse a sus limitaciones, que serán advertidas por el público, tarde o temprano (…) Pensar sobre el mundo es legítimo para cualquier habitante de este planeta”, leí que respondía Lucrecia Martel en una entrevista que le hicieron hace pocos días, “siempre y cuando no quiera el habitante hablar como si conociera los padecimientos del otro desde el cuerpo”. En estos tiempos de sobrecargada corrección política, no es necesario dejar de hablar o dejar de hacer, tal vez incluso todo lo contrario. Es que los discursos reaccionarios avanzan con una sorna y una convicción de la que nuestra generación no tiene memoria y llamarse a silencio puede ser a largo plazo, un llamado a los más grandes espantos. Sí debería de ser necesario imaginar nuevas narrativas que, al mismo tiempo, nos conmuevan y nos incomoden. Que nos conmuevan porque sino todo queda atravesado por el tamiz de la moral y la justicia, que son la pesadilla de las artes. Y que nos incomoden porque en la comodidad se suspende el deseo y el erotismo, y entonces todo se vuelve un infierno snob.
Llegando al final de la lectura giro la cabeza para mirar al público y me entusiasma encontrarme con su nerviosismo y sus gestos de incomodidad: un espectador se tapa la cara con la mano, pero abre los dedos para poder seguir observando secretamente como por la cerradura de una puerta. Otro se acomoda, inquieto, su barbijo de plástico celeste. Otro mira hacia los costados y cuenta la cantidad de luces que hay en la sala. Risas cerradas en el público del FIND al reconocer que la obra espeja muchos de sus procedimientos cotidianos. Les integrantes del grupo DRAGÓN usan a unos peluches de colores para la demostración de la performance soñada: ya ni siquiera son sus propios cuerpos las entidades que traccionan la representación. Antes de que las luces se apaguen, elles mismes caen en la cuenta de que sus vidas, sus obra y el mundo en general son una farsa. Fueron los creadores de una gran mentira y su entorno se encargó de aprobar, aplaudir y legitimarlo todo. El conjunto de cosas que los rodea es meramente una ilusión; ya no saben de qué hablar ni para qué hacer lo que hacen. Podrían estar en una galería de arte en San Pablo, en esta prestigiosa sala de teatro alemán, en la Bienal de Performance de Venecia o en el Santiago a Mil, da lo mismo. Nada es real adentro de estos sitios. Pero afuera hay una guerra, dice uno de los personajes. Afuera hay estado de sitio, afuera camiones esparcen gases lacrimógenos, afuera vallas antidisturbios y policías dispuestos a cualquier cosa. Afuera hay una guerra, adentro todo es fake.
Esta líneas del guion de DRAGÓN, en las que les personajes se refieren evidentemente al afuera como todo lo que no es posible hacer ficción, tiene un vínculo directo con Neva, otra obra de Calderón estrenada en el 2006. Allí, en el monólogo final, uno de los personajes enuncia un texto muy similar: “¿Quieren hacer algo que sea de verdad? Salgan a la calle y vean la fuerza simple de la violencia política, el fin del régimen. Es tan lindo matar a un soldado y reventar a un ministro con una bomba, sale olor a justicia. Los demás actores no van a llegar, los mataron. Detesto tus gestos ensayados tus lágrimas negras, tu risa de gorila, tus pausas de merengue. Gallinero, basurero de ideas muertas. Va a haber una revolución y los que quedemos vivos vamos a ser libres. Vamos a tomar, vamos a ganar guerras, vamos a cantar en los funerales. Pero Olga, Aleko, no me hablen de amor, háblenme de hambre.”
Párrafo aparte -y prometido- para lo que vino después de la obra. Sobre la misma mesa donde ocurrió la lectura dramatizada se sienta uno de los curadores del teatro Schaubühne y tres mujeres del mundillo de la traducción teatral a charlar un poco más de una hora del vínculo entre la literatura dramática en español y la escena teatral alemana. Para empezar, dicen, hay que comprender que les autores de habla hispana que llegan y se establecen por estos lares son pocos. Por nombrar a algunes: Sergio Blanco, Angélica Liddell, Manuela Infante, Rogelio Orizondo, Rodrigo García, Rafael Spregelburb, Lola Arias o el mismo Calderón. A estos agreguémosles diez más con toda la furia y ya estamos. A pesar de que hay un vínculo establecido y plataformas que traducen y divulgan el teatro latinoamericano y español en Alemania, es complicado poder trascender en esta escena como autore. Se tienen que dar simultáneamente muchas cosas y la maquinaria de traducción en este campo tampoco es tan grande que digamos. Casi como si fueran coleccionistas de piedras preciosas, los curadores van a los festivales del sur a buscar el cuarzo que más brilla, o en realidad, el que más cuadra con todos los otros cuarzos que ya están ubicados en la gran galería del espectáculo internacional.
Es imposible imaginar al teatro como un suceso que continúa siendo meramente territorial, aunque en su esencia resista. Pero también es complicado saber hacia dónde van dirigidas las “nuevas dramaturgias” que se plantea el festival. De qué modo escribirle a una globalidad genérica, como se intenta reiteradas veces en esta ciudad que se autopercibe post-migrante. No hay dudas de que las lenguas transforman el lenguaje físico y expresivo y ni hablar de que hay textos intraducibles, operaciones que no funcionan si no son en ese lugar, en ese momento. Con DRAGÓN pasa algo similar: muy poco se parece el contexto de Chile en los últimos años, donde una revuelta popular se puso de cara al poder, con esta Alemania pasiva que lleva sin zozobra las riendas de Europa Occidental. Las calles no son las mismas, los pueblos, ni el poder.
Muchas de estas ideas circulan en conversaciones cotidianas, clases, investigaciones o incluso en las mismas performances. De hecho muchas obras de la escena berlinesa a esta altura son en más de un idioma a la vez. Por ejemplo: un personaje habla en español, otro en alemán, otro en árabe. A veces, todo subtitulado al inglés. A veces, se elige qué subtitular y qué no. Se habla de una traducción inclusiva o no-inclusiva, depende de la situación. El asunto idiomático evidentemente se va complejizando porque la fluctuación de artistas es constante y con sus cuerpos viajan sus lenguas, y con sus lenguas, sus formas de ver el mundo. Personalmente creo que un texto para realizar dentro de una sala de teatro, no es mejor que otro simplemente por tener la capacidad de funcionar en distintas territorialidades o frente a distintes espectadores. Y si bien comunicarse con espectadores variades puede ser una experiencia transformadora -y muy rendidora económicamente-, hay que tener cuidado con la exhibición de culturas como material de venta; es ahí exactamente donde se vuelve a germinar el acto colonial.