Desde que escribo en Farsa Mag (ya casi 9 años), la expresión “comerse un garrón” me persigue. Nuestro objetivo es, fue y será siempre recomendar lo que nos parece lo mejor de la cartelera porteña para que quien quiera ir al teatro tenga una brújula, una voz amiga que te tire la posta. Ese es el concepto que intentamos transmitir cuando alguien nos pregunta de qué va Farsa Mag. De lo que no solemos hablar, excepto en esas reuniones de redacción en las que estamos solas y en familia, es de que para poder decir que tal o cual obra es imperdible, inevitablemente tienen que existir obras que nos parecen perdibles (e incluso algunas nos parecen mejor perderlas que encontrarlas). Esos son los garrones que nos comemos, tal vez yo más que el resto. Y, si soy completamente honesto, comernos garrones me parece importante, necesario y hasta productivo.
La ciudad de Buenos Aires, ese bioma que inexplicable e indudablemente es tan propicio para la proliferación del teatro, tiene una oferta inabarcable. Tendríamos que ser muchas más, y con más tiempo y recursos, para ver todas y cada una de las obras que se anuncian orgullosas en la cartelera porteña. Entonces, ¿cómo decidimos qué cubrir? Muchas veces es una especie de algoritmo humano: sabemos que hay directores y directoras que nos gustan y nos interesa su producción, entonces estamos atentas a cualquier nueva obra que anuncien. Tenemos nuestros actores y nuestras actrices predilectas, gente que nos ha maravillado sobre el escenario y que nos obliga a ponerle fichas a los proyectos de los que nos enteramos que forman parte. Si me dicen que es una obra de tal directora o con tal actor que tanto me gustó lo que hizo antes, ya sé que quiero ir, que quiero ver qué está haciendo ahora esa gente que me cautivó. Esta lógica suele dar resultados más regulares, es más difícil que algo que viene de la mano de fuentes confiables resulte ser un fiasco. No es imposible y es sabido que pasa, pero es menos probable.
Sin embargo, estoy personalmente en contra de cubrir sólo las cosas que creo que van a estar buenas. Me parece que es sano y divertido tirar el dado y elegir algo sin referencias. Si pudiese, clavaría las gacetillas de todas obras de la ciudad en la pared y tiraría un dardo para decidir qué ver. Tristemente, mis paredes no son tan grandes y hacer tantos agujeros me harían perder el mes de depósito. Entonces, como no puedo elegir con ese nivel de azar, suelo ceder a un instinto más básico, a cosas que llaman mi atención de entrada, sin saber quién está metido en el proyecto. Entonces elijo obras con títulos largos porque me gusta la musicalidad de las frases extensas. Historias clásicas aggiornadas. Obras que tengan como eje metáforas del peronismo. Espectáculos que se hagan en espacios no convencionales. ¿Cómo podría decirle que no a una versión de Hamlet ambientada en la cooperadora de una escuela primaria? Decime que hay una obra con un título de más de siete sílabas representada en un estacionamiento y voy a estar ahí. Si el nombre de la obra incluye una puteada o una referencia a la droga, me ceba, no lo puedo evitar. Ni tampoco querría evitarlo, porque a veces, en esas obras con títulos interminables, en esos espectáculos que se hacen en galpones de fábrica, hay cosas realmente increíbles que valen la pena ser vistas. Y, entonces, ¿cómo haría para encontrar esas joyas, esas experiencias transformadoras, si sólo fuese a ver lo que creo que me va a gustar de antemano? No, hay que ir y sentarse en la sala, o estar parado en el espacio que sea, y ver qué están ofreciendo esos elencos que están trabajando. Hay que darles la oportunidad de mostrarnos lo suyo.
Hasta acá podría parecer que el punto al que quiero llegar es que hay que arriesgarse a ver mal teatro porque podría terminar siendo bueno, y, si bien esa reflexión me parece correcta, el mal teatro debe ser visto por motivos propios. Hacer teatro es un oficio que requiere práctica, hacer teatro es formar parte de algo que está vivo y que noche a noche, función a función, nace y muere de principio a fin. No digo que todos los que hacen lo que para mí son obras malas podrían, con suficiente práctica, mejorar. Digo que es posible que dentro de esas obras infumables esté la génesis de algo increíble. Es una posibilidad. Además, mientras más pasa el tiempo, más me doy cuenta de lo que disfruto recordar lo mala que fue una obra. Puedo hablar horas sobre obras que me parecen brillantes, pero podría hablar días sobre obras que me parecieron bodrios insufribles. Y no es exclusivamente por una cuestión masoquista, no es que ver mal teatro traiga buen karma y me ayude a expiar culpas. Es porque cuando vemos algo que nos parece terriblemente malo, nos damos cuenta enseguida. Los garrones nos educan, nos dejan ver claramente lo que para nosotras no funciona. Y eso, a su vez, nos prepara para disfrutar de la próxima obra que nos encante. Me parece que salir del teatro y pensar “no puedo creer lo malo que fue esto” es necesario para en otro momento poder pensar “esta experiencia teatral fue increíble”.
Cuando salgo de cubrir una obra, lo primero que suelo hacer es mandar un mensaje al chat de Farsa y digo si me pareció un garrón o no. Que algo no sea un garrón ya es valioso. Pero que sí lo sea, a mí también me sirve, aunque no pueda reseñar la obra porque sinceramente no puedo recomendarla. A veces veo obras demasiado largas, actores demasiado duros, puestas demasiado erradas. Pero estoy convencido: hay que darle de comer a ese organismo que es la cartelera teatral porteña. Ese ser vivo del que formamos parte quienes gustamos de las artes escénicas, se alimenta de gente que va al teatro, de espectadores, de culos en butacas. Yo creo que es importante bancarlo, porque así como nos da los garrones, nos da los imperdibles. Y está en el público poder disfrutar de ambos.