Foto: Sol Schiller
Daniel Veronese tiene 59 años y un carrerón. Fue dramaturgo en más de 20 obras (incluyendo memorables versiones de Chéjov), dirigió en Argentina y en el exterior, ganó una docena de premios, co-creó el Periférico de Objetos a fines de los ‘80, fue curador de cuatro Festivales Internacionales de Buenos Aires (FIBA) y en 2013 incursionó por primera vez en el mundo del cine, pero del otro lado de la pantalla: María Laura Berch le ofreció protagonizar La tercera orilla, la película que tenía proyectada y él aceptó. Pese a confesarse extranjero en el cine, pudo ponerse en manos de la directora y dejarse llevar.
¿Cómo fue para vos esa inversión de ser el que dirige a ser el que es dirigido?
Me relajé, sabía que tenía que ser así. Si fuese en teatro yo podría llegar a tener algún tipo de opinión (que también reprimiría, me entregaría al director). Pero aquí era un mundo totalmente desconocido, diferente al mundo teatral. Lo que se tiene que producir en el cine es muy distinto a lo que se debe producir en un escenario.
¿Y qué es lo que se debe producir en un escenario?
En un escenario se debe producir un momento, un suceso, y en cine el suceso se produce de una forma más cruda, más dura. Yo siento que en el teatro deberías ir moldeando de a poco algo que en el cine es un momento, tres o cuatro pasadas de la escena y después nunca más. Yo casi iba conociendo mi guión día a día, intentaba anticiparme pero algo de la forma de filmar te lo impide. Hay unos espacios y tiempos de los que no tenía mucha conciencia, la directora (Celina Murga) de alguna forma me colocaba en el lugar de la obra de una forma didáctica y me guiaba de una manera muy concreta. Y yo me entregué.
La experiencia de haber sido actor, ¿modifica tu experiencia como director?
No, no porque son dos terrenos totalmente opuestos. En el teatro el director es muy importante, es una mirada que va moldeando algo que se produce durante los meses de ensayo y que luego se va modificando durante las representaciones, con el público. El director de teatro siente al público y de alguna manera va transformándose de acuerdo a lo que ese público le va llevando.
En los últimos años trabajaste mucho más en versiones y adaptaciones que en obras de tu autoría. ¿Cómo funciona para vos esa mirada crítica sobre la obra de otro?
Me gusta eso de pensar la traducción como una crítica. Yo hago eso, hago una traducción de un idioma literario a un idioma teatral. La obra escrita es una obra literaria. Por más que esté pensada para un escenario, ponerla en escena necesita otro tipo de mirada que a veces el autor tiene y a veces no, y a veces el autor tiene y yo como director tengo otra. Para dirigir una obra no elijo poner un texto, elijo hacer teatro con ese texto. Modifico en función de la teatralidad que yo necesito. Hay otro director que seguro no lo necesita, por eso me gusta la idea de pensar en esto como una verdadera crítica constructiva.
Me gusta la experiencia de dirigir, es suprema. Me gusta mucho más que la de escribir, porque la escritura me lleva mucho tiempo y la dirección puedo tomar textos ya escritos, versionarlos de acuerdo a mis necesidades y ponerlos en escena. Y el enfrentamiento con el público es distinto, me siento más expuesto. En la escritura me siento más resguardado, hay espacio para decir: “A ver qué hace el director con esto que yo escribí”. Porque el director puede hacer cualquier cosa y, por lo general, nunca se critica la obra (salvo que sea un caso muy extremo) sino al director, que no ha podido con ese texto. Como si ser escritor fuera un lugar excelso de la literatura dramática que confiere conocimientos sobre el hecho teatral. Yo creo que a veces sí ocurre y a veces no, por eso elijo autores que escriben mejor que yo, los clásicos, y me dedico a modificar lo que necesito para poner esa obra en ese momento, con los espectadores de es momento, en la sala que sea necesario. Depende de muchas variantes.
¿Todas esas variantes las elegís antes o después de elegir la obra?
Las primeras veces que versioné lo hacía con los actores y me di cuenta de que no funcionaba, de que faltaba algo. Cuando escribía me pasaba lo mismo, le daba el texto a los directores y sentía que faltaba una versión, una segunda horneada. La gente me decía: “No te modifiqué el texto…”, y yo pensaba que el texto necesitaba que alguien lo tocara. El respeto en el teatro no sirve para nada. No queremos ver una puesta respetable, queremos ver un teatro vivo. Por eso yo, de alguna manera, le falto el respeto a Chéjov. Porque me pregunto qué haría él con sus obras hoy; fueron escritas hace mucho tiempo, él modificaría cosas.
¿Vos has modificado cosas de tus obras?
Sí, totalmente. Ahora voy a estrenar una que escribí en el año ’93. ¡Fue hace 20 años! En esa época, estaba muy influido por Griselda Gambaro. Amo a Griselda, y es una obra muy gambariana. Sin embargo, tiene una teatralidad propia que está buena, por eso la pongo en escena.
¿De qué obra se trata?
Los corderos. La hice en España (mejor dicho, con un grupo andaluz que vino a trabajar conmigo acá) y la hice en México. Y cada vez que la ponía sentía que le faltaba modificar cosas. Pero recién ahora me di cuenta de que necesita otra entrada, que tienen que suceder otras cosas. Nunca me paro frente a un material diciendo: “esto es así”. La tiranía del texto para mí no va. Ni de mi texto, ni de Chéjov, ni de nadie. Prefiero traicionar al autor y no al teatro, o a mi mirada sobre el teatro.
¿Esta obra será tu vuelta al mundo del off?
Estoy armando tres proyectos para el, digamos mejor que off, mundo independiente. Independiente para mí significa que yo agarro una obra y decido junto al grupo dónde se hace, cuándo, cuánto va a salir la entrada, con quién trabajar. Mi intención es que esa obra se vea, no importa ganar dinero. En ese sentido no es comercial.
Los corderos es una de estas obras. También estoy preparando un elenco para una obra de Lars Norén, un director sueco que aquí casi nadie conoce. Días de noche, 400 páginas tenía la obra. Va a quedar en tres horas y pico, es una discusión de dos parejas en la que puede pasar cualquier cosa. Me cuesta mucho encontrar el elenco para esta obra, porque todavía no entiendo bien qué tipo de actor tiene que ser. Es totalmente intuitivo esto, porque no sé qué tipo buscar. Simplemente, cuando aparece decís: este es el actor.
Y voy a hacer una versión sobre Pirandello, que nunca trabajé sobre él, y me parece que tiene una carga su teatro que me hace recordar a la Argentina en los años ‘50. Como esa cosa itálica, que me conecta con lo ruso, lo polaco, el “Veronese” me vibra mucho.
¿Tenés definido cuál va a ser esa obra?
Me tenté obviamente por Seis personajes…, pero tengo una idea que no te la voy a contar ahora…
¡Adelantanos un poquito!
No, no, no, porque está buena la idea, no la quiero contar. Todavía no la tengo muy… Quiero versionar Seis personajes…, dejémoslo en versionar Seis personajes… Después hay muchas de ellas, las primeras, que me interesan mucho de él también. Lo que me pasa es que no me gustan los nombres de esas obras. Con Gambaro me pasaba lo mismo, me gustan sus obras pero no suman nada a la obra.
Con tus obras pasa exactamente lo contrario: los títulos son algo en sí mismo
Eso era cuando era joven. Ya no. Era un delirio de hace veinte años.
¿A qué se debía y por qué lo dejaste de hacer?
Tenía una actitud totalmente adolescente que creo que sigo teniendo, que es hacer lo que no se debe hacer. Hay algo de lo escolástico en el teatro que me aburría. A veces las escuelas terminan cerrando el concepto teatral y los directores y actores terminan haciendo obras a partir de lo que aprendieron ahí. Y a mí me parece que es la vida la que te enseña a hacer teatro. Si a mí me decían: “Nunca pongas esto en una obra de teatro”, y me explicaban por qué, yo probaba poniéndolo y veía qué era realmente lo que pasaba. Me di cuenta de que a veces algunos estamentos escolásticos tienen que ver con programas, con miradas cerradas y que una cosa es ser un actor, director, y otra cosa es incursionar en el arte. Me parece que hay que poner en duda esos principios de los cuales nadie duda, esa es la función del artista. A mí me decían que los títulos como esos no entraban en la cartelera, y yo decía: “qué me importa a mí la cartelera”. Me decían que nadie los iba a recordar, yo pienso que la gente va a recordar que no puede recordar, y tiene cierta poesía: acá vas a ver una obra distinta. Son delirios de juventud, me sentía inseguro y necesitaba imprimir algo, ahora ya no necesito imprimir nada.
Yendo a tu teatro de hoy, El comité de dios tiene a la vez una fuerte cuestión ética y una fuerte cuestión estética. ¿Fue por esto que la elegiste o esto vino aparejado con otra cosa más que elegiste de la obra?
Todo empezó cuando pusimos en escena La última sesión de Freud. Cuando la tomé, hablé con mi productor, que me insistía. Yo no la veía, era muy literaria: no la podía leer, y si no la puedo leer, no la puedo montar. Llegamos a que teniendo actores con mucha humanidad se podía llegar a armar algo, y llamamos a Jorge Suárez y Luis Machín. Fue una experiencia maravillosa, en la que logramos representar a Freud y a Lewis (yo no sé cómo son ellos ni quiero saberlo, no vi películas: no quiero representar a Freud, quiero hacer teatro).
Cuando viene el autor a ver la obra, me trae El comité… y me contó de qué trataba, y a mí me encantó esto de alguien que tiene el poder, de alguna forma, de decidir si vas a vivir o no, quién vive de estos cuatro, quién no vive. Tiene connotaciones éticas, políticas, psicológicas, sociales, económicas, es una obra donde todos esos estamentos están cruzados. Me fascinó esa suerte de pabellón de la muerte: a quién condenamos y a quién damos la libertad.
De alguna forma, todo el teatro esconde una mirada ética y política.
Sí, pero no hago teatro por eso. Confío en mi intuición porque la gente ha leído cosas que yo no me suponía en mis obras. La gente lee cosas, cuando ve una obra empieza a ver lazos con sus particularidades, empieza a ver que la obra ilumina sobre un tema u otro. En definitiva, yo no soy un director que indaga en eso, no digo: “Esta obra va a decir tal cosa”. Directamente, la hago. Confío en que en ese entramado que se está desarrollando, los temas van a ir apareciendo y van a prevalecer los que son más fuertes. En el teatro no aparecen ideas, aparecen sucesos. Sucesos radicalizados, porque yo lo que hago es radicalizar la obra.
Yo tuve una experiencia con El Periférico de objetos, cuando pusimos Máquina Halmet. Vino un dramaturgista alemán, y me enseñó dos cosas maravillosas. Una es radicalizar, ser más radical que el autor. Si el autor propone algo, vos tenés que subirle la apuesta. Y Máquina Hamlet era un texto imposible de radicalizar más, y lo hicimos. Por eso es el montaje que hoy en día, si lo pusiéramos, sería todavía novedoso.
¡Pónganlo!
(Risas) No, no. ¡Lo hicimos cinco años! Después de la última función, quemamos todos los muñecos. Ya nos sentíamos muy tomados, era como el Solo le pido a Dios de León Gieco. Debe estar podrido de cantarla.
La otra cosa es que aprendí a desarrollar la escena para que sea el actor el que resuelva el drama. Que no necesite una luz especial, un momento escenográfico, nada externo. Por eso en mis obras intento no agregar nada por fuera de eso. Por lo menos en mis obras independientes.
Sí, también se verifica en el teatro comercial. En Cock por ejemplo o en El comité… la escenografía es prácticamente un planteo de situación.
Sí, pero en Cock hay juegos de luz. La gente también va a ver un teatro, paga cara su entrada para ver algo de la espectacularidad que yo no necesito y veo inútil.
¿Por eso vas a volver al teatro independiente ese año?
Y, es la base de todo. La experimentación, de todas formas, tiene que estar en todos lados. Director de teatro no es el que dirige teatro independiente nada más. A mí, por ejemplo, me ofrecieron dirigir una ópera en Europa, pero en este momento no quiero aceptar trabajos en el extranjero porque necesito estar más acá. Hubiera sido una gran experiencia, pero por el momento…
De todas formas, a lo largo de tu vida trabajaste mucho en el extranjero, y en festivales. ¿Cómo es esa experiencia, trabajás con el mismo elenco o es empezar de cero?
Hice de todo. En los últimos años empecé a viajar para producir. Viajé con El periférico…, también con teatro de actores (no con objetos). También viajé mucho más adelante. Con los festivales casi no voy, teniendo buenos asistentes yo no necesito viajar, el asistente arma la obra y se hace. Por lo general son actores experimentados y se manejan solos, más allá de que los festivales quieren que uno vaya. Lo que me lleva más tiempo es cuando me llaman a dirigir una obra afuera, que son dos o tres meses hasta que monto y ya no tengo ganas de eso.
Para terminar, ¿cómo ves hoy la escena del teatro porteño?
A mi entender, como director, veo que hay repeticiones, hay vueltas, hace mucho que no se pasa a otro estamento.
¿Cuándo creés que fue la última vez que se dio ese salto de estamento?
La última vez cambió la forma de producir, apareció el teatro independiente. Los jóvenes empezaron a actuar sus obras, dirigirlas, el autor a actuarlas, el director a poner luces. Cuando se rompió con el autor de escritorio, que escribe su obra, llama al elenco y se las lee, esa cosa que en otra época se estilaba. Cajonear obras, escribirlas y dejarlas ahí, madurar. Hoy se prueba con actores, se prueba y se arma (hoy, digo, de hace veinte años). Con todo lo bueno y lo malo que tiene, yo creo que fue una forma pura, se creó una forma que no existía. El problema es que cuando se empiezan a repetir esas formas, dejan de ser puras. Es muy difícil crear formas puras. Y es muy difícil, cuando la encontrás, soltarla.