Foto: Julieta Zeta
En sus casi cuatro décadas de vida, escribió, actuó y dirigió, montó un teatro en el living de su casa que se convirtió en epicentro de una nueva zona de teatro porteña y hasta fue nombrado personalidad destacada de la cultura por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. La omisión de la familia Coleman, empezó de boca en boca y pronto estuvo de festival en festival. Con ustedes, Claudio Tolcachir.
Timbre 4 nace como un espacio único, rarísimo, súper under, y hoy es casi un referente del sector. ¿Cómo viviste vos esa transición y cómo cambió la forma de hacer teatro en Timbre?
Para mí lo lindo de Timbre es que nació profundamente como una necesidad. Como que no fue un plan tener un teatro. Antes del espacio como edificio fue “necesitamos trabajar juntos”, porque la vida del actor es muy solitaria. Tener un grupo también para alimentarte, para protegerte, para probar. Entonces, primero fue el grupo. Después, necesitamos un espacio para ensayar. Después, un espacio para mostrar lo que ensayábamos. Entonces, Timbre 4 fue naciendo de lo que nosotros necesitábamos hacer: vivir de nuestra vocación. Fuimos tratando de construir una estructura donde pudiéramos autoabastecernos y no tener que vivir de otras cosas. Cada paso que se dio tenía que ver con algo que nosotros necesitábamos. Fuimos mejorando la forma de hacerlo, porque fuimos aprendiendo cómo se produce, cómo se hace prensa, como se hace un estreno, cómo se cuida la sala… Pero la dinámica siempre fue encontrarse con la realidad. Esto es lo que quiero que pase, y ver qué hacés para mejorarlo.
Al principio, era “no nos conoce nadie, cómo hacemos que vengan” y ahora es “vino tanta gente, cómo hacemos que vengan más”. Siempre estamos trabajando viendo qué pasa y qué es lo que queremos que suceda.
Igual yo tengo clarísimo que eso de “referente” es algo momentáneo, no tiene para mí un valor especial. Lo que tiene para mí valor es con quién lo hacés, cómo lo hacés, si creés en eso que hiciste, si la estás pasando bien, si no cagaste a nadie en el camino.
Bueno, pero cuando abrió Timbre no existía el teatro en la zona, y hoy hubo un estallido en Boedo y Almagro, una proliferación total de teatros. Timbre se erigió en una suerte de centro del sistema de teatro para-oficial, digamos.
A veces son esas cosas que dan permiso. Nosotros ni lo pensamos y abrimos el teatro en mi casa – que no fue el primer teatro en una casa – pero en ese momento fue muy llamativo. Por ahí eso dio permiso a mucha gente que se encontraba en la misma situación de querer hacer teatro y no tener lugar, no tener plata, no tener más que amigos y se puso a hacerlo. Así como a mí me da permiso mucha gente, nosotros servimos como permiso a otras personas.
¿Qué gente sería la que te inspiró esos permisos?
Mirá, Alejandra Boero que fue mi profesora. Ahí en Paraná al 600, donde yo estudiaba, un día nos hizo bajar a todos los alumnos y nos contó que había comprado la fábrica de tuercas y que iba a hacer un teatro ahí. Y que lo íbamos a hacer entre todos. Entonces un día nos dio un martillo, bajamos todos, y rompimos paredes, todo. Por supuesto que no hicimos nada, fue absolutamente simbólico. Pero en una cabeza de 16 años, que está absolutamente excitada con el teatro, que venga una persona y diga “ahí donde hay una fábrica vamos a hacer un teatro, tomá un martillo y rompé”, quedamos absolutamente locos todos. Todos los de mi generación abrimos teatros, después.
Y después, alumnos míos abrieron sus teatros. Esas cosas son hereditarias.
Acá tenemos mucha suerte los que hacemos teatro porque tenés referentes muy buenos. Si vas a ver a Bartís, vas a ver a Veronese, vas a ver a Spregelburd, vas a ver a Daulte, a Fernandes… podías ver cosas muy distintas y todas eran buenas. Entonces empezabas a sentir el desafío de qué vas a hacer vos con todo eso para entrar en el mundo.
Y un poco también por ahí surge la idea de hacerlo así… En vez de ir “allá”, vamos a hacerlo tranquilos, en casa.
De todas formas, la obra emblema de Timbre, La omisión de la familia Coleman, se fue “allá”. Dio la vuelta al mundo y aterrizó “allá”, en la calle Corrientes. ¿Cómo creés que maduró o se modificó la obra en ese recorrido, con ese cambio de espacio, sobre todo?
Nosotros arrancamos creyendo que los Coleman iba a durar tres meses allá en Boedo y de golpe pasó algo que lo podés soñar, pero no esperábamos que nos iba a pasar. Después hay algo que, creo, nos salva: somos muy enfermos del trabajo, en el buen sentido. Eso nos salvó porque para nosotros el trabajo es indiscutible. Además, nos queremos mucho. Algunos nos conocemos de toda la vida, otros entraron después, pero de todas formas eso nunca entra en el trabajo.
Para estrenar en La Plaza ensayamos de nuevo, 10 años después. Si vamos a un teatro nuevo, ensayamos. Si yo digo: “Chicos, mañana ensayo a las tres de la tarde”, se ensaya. Los mismos actores lo buscan, si yo hace un tiempo que no voy a ver la función me dicen: “Che, vení que acá hay una parte…”.
Y creo que a lo largo de estos años eso nos hizo tener el eje claro de por qué estábamos ahí.
¿Y por qué estaban?
Porque amábamos hacer eso. De golpe existe un pueblo perdido en Francia que es tan diminuto que no tiene panadería porque no da el número habitantes para poner una… Entonces, el laburo es lo que te enfoca. Lo mismo si te nominan para un premio, todo eso son movimientos. Pero la claridad que nos brinda saber que creemos en el teatro, que amamos esta obra, que amamos hacerla así, que amamos lo que se genera con el público… Ese eje creo que nos permitió no volvernos tarados.
En tus obras hay principalmente un trabajo de personajes. ¿Empezás en torno a ellos tu proceso creativo o decantan al revés?
Siempre fue distinto. En Los Coleman no hay historia, no hay argumento, tenés tres palabras para decirlo y ya está; es una obra absolutamente de personajes en la que no ocurre nada importante, salvo para ellos y para el público, porque no hay trascendencia en la obra. Pero otras veces, por ejemplo en Tercer cuerpo, se partió de los personajes con un secreto. El viento… partió de la idea de qué pasaba si dos mujeres violaban a un hombre para quedar embarazadas, y más tarde la agregué la idea de que el hombre querría ese bebé.
De todas formas, la construcción de los personajes es lo que más me divierte… Ahora mismo si estoy acá y se me ocurre algo de un personaje, lo tengo que escribir. Tienen mucha vida antes de que la obra tome forma.
¿Y después el personaje se recrea a partir del actor que le va a dar vida?
Muchísimo. Me hago una trampa que creo que técnicamente está bien: cuando escribo, me imagino que yo no voy a dirigir. Pienso: “Bueno, que se arregle el director”, porque si no, empezás a escribir poniéndote a vos limitaciones, y las cosas más lindas que yo encontré como director surgieron a partir de cosas que no sabía cómo resolver. En Los Coleman yo escribí la casa y el hospital y no sabía bien cómo iba a ser. En un momento pensé que el público subiera arriba, al hospital, y bajara únicamente para ver a Marito sentado solo en la casa; luego deliré la posibilidad de poner un ascensor para cincuenta personas… Vas probando hasta que luego queda lo más simple (que no es lo más fácil, sino lo más difícil). Creo que escribo más visceralmente y como director soy más racional.
Una vez dijiste que lo que más te importaba era que tus obras generaran incomodidad. ¿Cómo gestás esa incomodidad, o qué es para vos la incomodidad en el teatro, en tu obra?
Incomodidad lo digo en el sentido de que un drama es, de alguna manera, tranquilizador. En una tragedia, por ejemplo, la muerte está implícita desde el comienzo. La comedia también es tranquilizadora. Vos te preparás para reír, y reís; vos te preparás para llorar, y llorás. A mí me gusta tratar de buscar un ángulo donde vos no sabés bien qué hacer con eso que pasa. Es gracioso o no, es doloroso… Pasa que a veces la mitad de la platea se caga de risa y los otros miran mal, no entienden cuál es la gracia. A veces estoy yo en la función y a la salida pasa uno y me dice: “Me cagué de risa” y el que viene atrás me dice: “No puedo hablar, estoy descompuesto” (risas). A mí me gusta ver la posibilidad de que el espectador complete la obra con su historia y con su día.
Serían climas como más abiertos.
Sí. Yo como espectador, cuando descubro que me quieren emocionar, capaz lloro… pero no es un llanto que me guste tener. Está bueno cuando vos sentís como espectador que vos estás descubriendo la emoción, que vos estás generándola, y no que te la están imponiendo.
Otra de las constantes en tus obras es la familia: tradicional, disfuncional, ensamblada… A lo largo de tus obras aparecen distintos conceptos de familia. ¿Vos tenés un concepto de familia que te guía o es un poco un concepto que se forma en cada obra, que se va formando alrededor de cada personaje?
Mirá… Yo creo que uno va tratando de entender en qué lugar del mundo estás, desde que nacés, tratando de entender quién sos, qué valor tenés, quién sos frente a los demás… Creo que siempre está eso en el primer mundo que es la familia y luego en el mundo entero. Tus compañeros de trabajo, tus amigos. Parece que, hoy, la familia en sí me conmueve, pero me conmueve más aquél que está tratando de entender en qué lugar del mundo está parado. En general, mis personajes son bastante huérfanos. Cualquiera de mis personajes está intentando desarrollar armas para la vida –que no tiene – o tratando de aplicarlas. Familiarmente, laboralmente, en pareja. Lo más claro en eso tal vez sea El viento…, pienso en los armados de familia que intentan, y para mí es al final una obra positiva porque se las arreglan y forman algo. Es muy gracioso, porque para mí es un final esperanzador (yo sentía la necesidad de ese final esperanzador, al juntar a esa gente y que juntos se sientan bien), y la gente armó mucho debate. Me decían: “Para mí eso no es esperanzador, ¡es un horror! Dos lesbianas, un tarado…”. Y yo pensaba: ¡no era mi intención! Para mí no es una obra provocativa, es una obra de amor.
Por eso yo digo que el teatro es político, siempre. No hace falta que yo diga: “Todos tenemos los mismos derechos” para hablar de política.
Si vos me preguntás qué es la familia para mí, es alguien intentando encontrar su lugar en el mundo. Y creo que eso se repite una y otra vez, para bien o para mal, en la vida. Quizás por eso yo pongo familias, porque es el lugar donde los personajes intentan descubrir quiénes son, y descubrir qué hacer. La familia como elemento no me parece interesante. Sí me interesa ese proceso que abarca la familia porque la idea es el encuentro que genera la persona con su entorno.
Y desde esa definición de familia, del lugar donde te relaciónas con otros que te permiten generar tus herramientas para enfrentar el mundo, ¿esta compañía que armaste en Timbre 4 funciona como una familia del teatro?
Sin dudas, son mi familia. Soy lo que soy, humanamente, culturalmente… Vengo de una familia de buena gente, estructuralmente me formé así, pero después mi espejo son mis amigos. Mi espejo cuando me caigo, cuando me pongo tarado, si me enrosco, si me relajo… Yo descubrí, cuando conocí a mis compañeros, que la vida podía ser algo muy maravilloso: intenso, placentero, mágico, nada rutinario. Que cada acto podía ser, de pronto, mágico. Yo eso no lo sabía, no lo conocía. De golpe descubrí gente con la que todo era muy placentero, todo tenía otra dimensión de placer, de intensidad, de sensibilidad, de felicidad, de humor. Y yo creo que nosotros siempre estamos buscando permanecer en ese estado de que no exista un día normal, que los días tengan su lugar especial. No me parece que exista un día normal, aunque hagas lo mismo, siempre estás esperando que un hecho mágico se produzca en teatro.